Más grande que el día de la matanza. Esta era y es la exclamación más popular conocida en La Raya para mostrar el júbilo por alguna grandeza comunitaria de la vida cotidiana, esa donde los valores humanos, sociales y familiares acaparan el protagonismo sobre lo puramente material, casi siempre pan para hoy y hambre para mañana. La fiesta patronal era el punto álgido de un año reuniendo a familiares e hijos pródigos, a vecinos y forasteros. La matanza eran días de dura faena, de convivencia, hermandad y jolgorio. El sacrificio de los dos cebones suponía abastecer una despensa con la que surtir el día a día de un largo año.

Morcillas y botillos que por san Antonio y los Mártires comenzaban a alimentar el espíritu en el pote puesto a la lumbre al calor de cepas de urce. Longanizas que se convertían en oro puro en las mochilas de pastores sedentarios y trashumantes junto a una buena rebanada de tocino con el que untar una sabrosa torrada de pan sobre las brasas de verdes jaras. Lomo curado más de seis meses en el frescor del arcón de madera envuelto en grano de trigo, guardado para tiempos de enfermedad y para cuando los hombres y mujeres segaban la mies bajo los abrumadores calores de julio en compañía de los traicioneros tábanos que regaban la rozada con la sangre de las pobres burras y vacas. Jamones para tomar las «Diez» y las «Cinco» sentados sobre un manojo.

En nuestros pueblos aguantan nuestros padres y abuelos, cuna de la memoria y fuente de la sabiduría, recordando tiempos de gloria, unas matanzas sobre corrales helados y gargantas calientes a base de aguardiente, que hasta a los niños nos permitían librarnos de la escuela. Vejigas infladas convertidas en balones donde no había perras para comprar pelotas; cascañetas y rabos asados convertidos en el primer y mayor manjar de los niños de pueblo. Manteca para hacer el rancho y torrijones de pan con azúcar que hacían a los paladares sentirse orgullosos de ser nativos de tierras campesinas.

La matanza fue el corazón de la hermandad y la supervivencia, donde las familias y vecinos se ayudaban sin pedir nada a cambio. Nuestros mayores ya no están para hacer unas matanzas que va camino de la extinción y con ellas el sentimiento imprescindible: el de la solidaridad regada de manjares matanceros.