Ambas evidencias deberían figuran, con letras grandes, en el prólogo de la libreta de Mourinho, ese entrenador lleno de manías persecutorias y complejos barcelonistas, tan inclinado a criticar como incapacitado para la autocrítica. No importa que Guardiola juegue sin delantero centro en punta, su afición le puso el pasado miércoles en bandeja un nuevo atacante: José Mourinho, al que noventa mil gargantas dictaron en la vuelta de la eliminatoria de la Copa del Rey y al unísono una sutil consigna: «Nosotros te queremos, Mourinho quédate». Mourinho se ha convertido en el mejor ariete del Barcelona contra el Madrid: no gana y desprestigia. Gracias, Mou, nunca cambies. Los catalanes están encantados con que, frente a su equipo, el entrenador del Madrid ni pueda ganar ni sepa perder, precisamente cuando es probable que los blancos estén ya al nivel de los blaugranas o incluso por encima. Pero Mo está empeñado en ocultar ese acontecimiento al mundo en los partidos entre ambos equipos.

Que desde el patio de butacas del peor enemigo se coree el nombre del entrenador contrario y se monte un plebiscito vocinglero contrario a su marcha, da qué pensar. En el caso del Camp Nou y en relación con el Madrid, el efecto multiplicador de ese cántico es incuestionable. A juicio del sanedrín blaugrana, la mayor garantía de éxito de su equipo es que Mourinho siga dirigiendo al contrario para convertir en clásico el resultado de cada clásico.

Es dudoso que pese a la exhibición de poderío de su equipo el miércoles, el portugués vaya a cambiar su ideario reservón en los enfrentamientos con el Barça, siendo como es adalid de esa clase de entrenadores metódicos que piensan que los delanteros ganan partidos pero los que los campeonatos se deben a los defensores. Hoy son todo alabanzas al reciente despliegue ofensivo de los merengues, pero si el resultado de la ida hubiera sido otro, favorable a los intereses de los blancos, que nadie dude que Mourinho hubiera puesto sobre el tapete en la vuelta una alineación entreguista.

El fútbol es la única religión que no admite ateos, pero de la iglesia del mourinhismo han empezado a desertar los creyentes. Parte de la clientela le ha perdido la fe por predicar un credo en los antípodas de los mandamientos de la ley del madridismo. Qué cruz para Florentino, que ya una vez se ahogó en el río revuelto de Zidanes y Pavones y ahora ocupa el palco con la soga al cuello de las banderías ibéricas de portugueses y españoles. Por no acudir a peor dilema aún: Altintopes y Coentraos.

El fútbol no es aritmética, pero en ocasiones los dilemas de la pizarra se resuelven con una sencilla regla de tres: si el Madrid barre al Betis y el Betis es capaz de discutirle la pelota al Barça, el Madrid está más que capacitado para derrotar a la maquinaria blaugrana utilizando las mismas armas que los sevillanos. Pero el fútbol no es pizarra sólo; el juego se complica mucho por la presencia del rival. Y en ese aspecto reside el pecado capital de Mou: le juega al Barça no con las armas que la leyenda del Madrid exige y reclama sino con el apocamiento de un equipo del fondo de la tabla.

El Madrid tiene siempre que salir a ganar. Y si pierde, resultado que en ocasiones entra dentro de los cálculos, ha de hacerlo con dignidad y elegancia: en ese objetivo sobran Mourinhos y sobran Pepes y jugadores que, como el central portugués, devuelven la pelota con contrario incluido. Florentino Pérez, quien jamás mostró aprecio por un referente de «la casa» como el ahora laureado Vicente de Bosque, debería hacer suya la frase que el seleccionador nacional pronunció hace ahora un año en Gijón: «El éxito sin honor es el mayor de los fracasos». Que lo apunte Mou en su libreta o que se vaya.