Si tuviera que definir en dos palabras este tiempo histórico que vivimos lo haría así: falsedad e hipocresía. Parece un propósito denodado y firme el de presentar las cosas, incluso las más simples, como no han sido, retorciendo la verdad como se escurre una bayeta sucia. Pocos hechos respetan sus límites, orígenes, intenciones o simple y descarnada definición. Hasta no hace mucho pensaba que esta distorsión se debía a la indigencia inteligente de los extranjeros considerados «hispanistas», como una turba de irresponsables con escasas nociones de ética. Algo de eso ha habido y quedan, ya para siempre, algunos nombres, que no voy a repetir, como referencias de nuestras vicisitudes, tendiendo siempre a la procaz alabanza del Gobierno en el poder. Así se aseguraban las reseñas, el eco mediático y, en algunos casos, la adquisición masiva de ejemplares para bibliotecas y lugares públicos, de forma que incluso acerca de situaciones que unos ha vivido directamente se levanta la duda que maquina la invención de esos currinches. Acaban siendo autores de referencia y fuente de legitimaciones embusteras.

No solo con referencia a personajes o momentos históricos de algún relieve, sino sobre entes que reclaman una mención pública. Últimamente se han producido alusiones a una popular revista, ya solo conocida de nombre, disfrazada y maquillada con ropajes y afeites muy ajenos a la realidad. Me refiero a «La Codorniz», obligada cita al inconformismo, que parece capitanear la oposición al régimen franquista. Testigo y coetáneo de aquella publicación, ofrezco, sin esperanza alguna de que sea tenido en consideración, lo que estimo como historia y vicisitudes de la notable revista.

Tuve algo que ver con su precedente, un semanario humorístico oficioso, creado en la zona nacional, durante la guerra civil. Se llamaba «La Ametralladora» y era lo más parecido a similar engendro de la zona roja: «La Trinchera» o «El Mono Azul», que pretendían ser humorísticos o sarcásticos y eran meros epítomes injuriosos para el adversario. Aparte de la labor de desprestigio se intentaba zarandear el espíritu patriótico para hacerlo compatible con la tarea de escabechar al prójimo, tanto en el frente como en la retaguardia, con versos patrióticos y exaltados. Varias de esas paridas escritas por un servidor vieron la luz en forma preferente de romances, lo que indica el devastador influjo de García Lorca y los folclóricos del momento. La infantería, los luceros, la gesta de los «bous», vapores de pesca artillados con un cañoncito y otras armas automáticas, de eso queda memoria en las hemerotecas y hoy me enternece pensar en mi torpe ingenuidad de poeta sin futuro.

«La Ametralladora» fue dirigida pronto por un genio, llamado Miguel Mihura que, con Antonio Lara «Tono», Llopis y otros escritores fueron dándole un sesgo más inteligente y entretenido. Duró apenas lo que la contienda, con un final previsto y discreto el mismo año 1939, tras dos escasos de vida.

Fue en San Sebastián, cerca de su final, donde conocí a sus promotores y a un adolescente Álvaro de la Iglesia, aún de pantalón corto, que ejercía las funciones de botones y mensajero, colocado allí para ganar unas pesetillas probablemente estimadas en su familia de refugiados. Ya era un chico gordito y muy espabilado, que se hizo con el afecto y la protección de los mayores.

Concluida la lucha, Mihura y sus amigos pensaron que podía ser viable una publicación de humor, al estilo italiano, con referencias a Guareschi, Pitigrilli y los padres del sarcasmo mediterráneo. La formaban la mayor parte de los colaboradores de la antecesora y, poco a poco, la existencia fue posándose en aquella España que -aunque otra cosa se diga- estaba deseando olvidarse con urgencia de las penalidades pasadas. Con esto hay que dejar aparte la ingrata tarea de liquidar una guerra civil, que no es un ERE andaluz, como los de Chávez y pandilla.

El teatro, la tertulia en Chicote y una abulia generalizada llevaron a Mihura a deshacerse de aquel periódico, que había sido acogido con benevolencia por la sociedad. Que yo recuerde, no tenía tintes revanchistas, sino que se inclinaba hacia el humor absurdo y neutro. Las transacciones de cabeceras periodísticas eras vigiladas por el poder, que conocía sus ventajas y riesgos. Y ahí, en el inicio, se encuentra una de las claves falsas de la historia de «La Codorniz». Los nuevos propietarios -dato público, no como ahora, que no sabemos, a ciencia cierta, de quiénes son los diarios ni las cadenas de televisión- eran personajes sin tacha para el régimen: el conde de Godó, propietario de «La Vanguardia Española», a la que quitó el apellido cuando la ETA empezó a matar banqueros. Tanto aquel segundo conde como su hijo, fueron pilares del franquismo, procuradores en Cortes, partícipes de ventajas y sinecuras. Otro propietario fue Juan José Pradera Ortega, hijo de un reputado derechista asesinado por los rojos, durante muchos años director del diario «Ya», también procurador, favorecido con dos embajadas y cargos de confianza. En aquel consejo figuraba un licenciado en Medicina, que nunca ejerció, una especie de Llamazares, beneficiario del contrabando de material hospitalario, subdirector del «Ya» y permanente exégeta del Movimiento, llamado Pombo Angulo, con aspiraciones infundadas de escritor. Más algún pariente de menor cuantía. ¿Quién podría pensar que tales propietarios permitieran la menor crítica?

Eran un grupito al que le parecía de perlas que «La Codorniz» ganara dinero, no que tuviera un papel crítico. Como descendiente directo de «La Ametralladora», cultivó el estilo satírico, una mezcla del italiano y el inglés, en el que se desenvolvían con talento sus primitivos creadores. Los granos de sal y mostaza los administraban personajes como Perdiguero, hombre represaliado por izquierdista en los primeros momentos; y el genial Rafael Azcona, que probablemente ni siquiera figuraban en las nóminas como personal fijo. Una singular corte de talentos triscaba en aquellos inocentes campos, y allí depositaron sus ocurrencias, como hemos dicho, Tono, López Rubio, Evaristo Acevedo, Conchita Montes -la autora del «Damero maldito»-, compañera de Edgar Neville, otro gran escritor, de similar envergadura. Neville era conde de Berlanga del Duero y diplomático que se había tomado libertades con su puesto de cónsul en Los Ángeles por el de guionista de Hollywood. Cuando sobrevino la II República, lo castigaron trasladándolo a la oficina diplomática de un lugar inhóspito y lejano. Contestó con un telegrama en el que preguntaba dónde diablos estaba aquella ciudad y que prefería quedarse. Lo echaron de la carrera, pero tenía fortuna familiar que lo ponía al abrigo de esta situación.

En aquel Madrid de la posguerra nos conocíamos casi todos, especialmente quienes desempeñábamos parecidas tareas. Conocí a la mayoría y disfruté de su amistad. Miguel Mihura, que era un hombre pequeñito -más bajo aún que yo- me gastó la broma de decirme que su cojera provenía de que había sido trapecista de circo y que tuvo un accidente, algo que yo admití a pie juntillas.

Álvaro de la Iglesia se consolidó en el afecto de aquellos creadores y lo propusieron para director. Tuve con él mucha relación y era un personaje encantador cuando no estaba borracho, lo que sucedía con bastante frecuencia. Muchos de los colaboradores han prestado su pluma o su pincel en mis publicaciones y la mayoría de los mejores dibujantes compartió esas tareas cuando, años más tarde, fundaba «Sábado Gráfico» y muy al final, el semanario «El Cocodrilo», inspirado deliberadamente en el ejemplo francés de «Le Canard Enchaîné», a cuya altura intelectual llegamos sin grandes dificultades, aunque no en su difusión y clientela.

Esto me lleva a otra consideración y es que la ironía, el humor, la inteligencia, no es, de ninguna manera, un patrimonio de la izquierda que, generalmente, estuvo siempre teñida de rencor y envidia. Poco más aún entre la derecha, somos país adusto y de escasa flexibilidad mental. Los supervivientes de «La Codorniz», en buena medida, pasaron a «El Cocodrilo» y otros los compartí con «Hermano Lobo», como los grandes Chumy Chúmez, Manuel Summers, Enrique Herreros, Almarza, José Julio y una extensa nómina de buenos escritores o dibujantes. Decir o divulgar que «La Codorniz» supuso una especie de «Pepito Grillo» del franquismo es una necedad. Los espíritus selectos o simplemente más espabilados suelen ser críticos con el poder constituido, simplemente porque suele ser injusto, prepotente y cruel. Como herederos de parte de aquella espléndida tropa, nos reuníamos todos los jueves en un almuerzo -que pagaba «El Cocodrilo»- y lo que más nos importaba era dejar con las vergüenzas al aire a los poderosos y que la gente normal riera o sonriera con nuestro trabajo. Nadie se consideraba un enemigo declarado de aquella aburrida y larguísima dictadura personal que sólo acabó con la muerte natural de su protagonista. Lo demás, como en tantas otras cosas, es una mistificación de la verdad.

Pude comprobar, con desilusión, que el pueblo español no está, mayoritariamente, por las finuras y delicias intelectuales. Le gustan el chiste verde, la historia marrón, las expresiones malsonantes aunque no vengan a cuento. Recuerdo haber asistido al espectáculo de un cómico llamado Moncho Borrajo, auténtico caricato -como se les llamaba sin ánimo injurioso- que presentaba números muy meritorios y difíciles. Los espectadores, entre los que, en la mesa de al lado, había unas guapas jovencitas apenas adolescentes, se partían de risa cuando soltaba las frecuentes y ensayadas procacidades, más celebradas si rozaban la blasfemia o la calumnia.

¡Ah!, la mayoría de los arriesgados comentarios que se atribuyen a «La Codorniz» nunca han existido, ni la portada de la lucecita al final del túnel, ni el fresco general del noroeste, meras invenciones, tanto por la índole de sus promotores como porque era un periódico cuyo fin era divertir a la gente, no amargarle el café a un subsecretario, y ganar dinero. Cuando llegaron la transición, la pornografía y la calumnia institucionalizadas, poco o nada tuvo que hacer y murió de consunción.

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