Una de las épocas peores para quienes tenemos que lidiar con la Enseñanza Secundaria, con ese tramo biográfico decisivo que es la adolescencia, lo constituye la vuelta de las vacaciones de Navidades. No tanto el regreso tras la Semana Santa, pues, entonces, ya asoman las alegres promesas de verano por las ventanas. No tanto tras las estivales, porque el afán por lo nuevo lo puede todo a esas edades. Pero, tras la Navidad, es un triunfo que los chavales estén interesados, es un victorioso escándalo tenerlos atentos, es el acabose que participen. Septiembre ya les queda muy lejos, con lo que el afán de sorpresa ha muerto; el paréntesis cuaresmal ni se vislumbra, por no hablar del fin de curso. De modo que se arrastran hacia el aula más de lo que se arrastran normalmente, bostezan, se desperezan y dan vivas muestras de que están siendo torturados, maltratados, supliciados y chinchados a más no poder. Por lo tanto, ahí está el profe animando, risueño, encantador, vivo, haciendo mil malabares entretenidos en la tarima ante unos adolescentes que han encontrado la disculpa definitiva para no dar ni clavo: no hay porvenir, todo es un desastre, estudiar no sirve para nada, mejor apaga y vámonos. En efecto, pintan bastos y espadas, no oros ni copas. Pero es muy cierto que actitud tan desmayada, negligente y pasota ayuda lo suyo a cerrarse las puertas más de lo que ya están. «No hay trampa más mortal que la que el hombre se prepara a sí mismo», dejó dicho Raymond Chandler.

No hace mucho, tomaba café en mi casa el crítico taurino y director del televisivo «Tendido cero», Federico Aranás, que sabe todas las anécdotas de ese arte, para algunos, o maltrato animal, para otros, que son los toros. Aunque no me tengo por aficionado a los mismos, mi curiosidad general es infinita, por lo que no cesé de pedirle anécdotas, solicitarle aclaraciones técnicas y abusar de su sapiencia, en definitiva. Me enteré, así, de cosas que ni sospechaba; por ejemplo, que, entre la profesión, se considera a Jesulín de Ubrique, a quien yo tenía por un cabeza hueca, un maestro; por ejemplo, que hay toreros emigrantes; por ejemplo, cómo cuatro diestros transformaron su necesidad en virtud, sus trabas físicas en maestría, su supuesto motivo de lamentación en aplauso del respetable. Al parecer, nadie daba un duro al principio por el matador Juan Belmonte, cuyo porvenir pintaba muy negro debido a sus brazos, demasiado largos para el menester taurino de su época. Pues bien, Belmonte supo triunfar gracias a cambiar la concepción del toreo: lo transformó en una habilidad de brazos cuando hasta él había sido, sobre todo, un juego de pies. Por culpa de una voltereta, Manuel Benítez, «El Cordobés», rompió los juegos de sus muñecas (o de una de sus muñecas, no recuerdo), con lo cual pocos le dieron como válido para seguir pisando el albero. Sin embargo, uno de los lances más aplaudidos del maestro fueron precisamente los muy angulados giros que imprimía a sus pases, imposibles de dar con unas articulaciones sanas. Casi lo mismo que le ocurriera a Santiago Martín, «El Viti», con el codo: se lo astilló de mala manera en una brutal caída... con lo cual podía girarlo de una manera que ninguno de sus colegas conseguía alcanzar. Por último, parece ser que Rafael de Paula provocaba delirios en los tendidos cuando toreaba de capote, todo tieso, erguido, enhiesto... debido a una discapacidad que le atormentaba los huesos. Todos ellos podrían haberse quedado en la miseria, lamiendo sus heridas: decidieron tirar para adelante y trocar su drama en éxito, en reconocimiento social, en pasta para la cuenta corriente. Como no lo podían evitar, lo aceptaron y aprovecharon. Desde luego, parecían budistas o estoicos al obrar así, aunque no me imagino a dos de ellos, al menos, frecuentando lecturas sobre Sidhartha o de Epicteto. Y, desde luego, no eran alumnos de 2012.