Aunque soy de poco gritar vivas, hasta hace unos años he vivido rodeado de vítores y vitoreantes. Pero parece que con tanta Europa, mercados, Sarkozy y Merkel los hurras están viniendo a menos, quizá porque en la UE sean de poco gritar sentimientos patrios, ideológicos, partidistas o personales. Desde hace un tiempo, solo oigo algún torero «¡Viva la madre que te parió!» o su variante autoestimativa y chigrera «¡Viva la madre que me parió!». Dicen que a un tenor se le escapó en cierto teatro cartagenero un gallo y, como temiera las iras del respetable, no dudó en expeler un «¡Viva Cartagena!», que trocó en ovación los previsibles abucheos. Ya no hay de esas ocurrencias. Siguen los castrenses vivas a España, siguen los nacionalistas con sus gora lo mío o visca lo propio, pero las gentes no están por la labor de echarse a las calles para seguir un «¡Vivan las caenas!» o un «¡Viva la Pepa!». Qué decir del miedo que ponía en nuestros corazones aquel «¡Viva Cristo Rey!» con el que los guerrilleros del fascismo amenazaban palizas; qué decir de aquel «¡Viva el comunismo!» que tantas veces tronaron voces hoy calladas en consejos de administración. Es decir, que solo con unas copitas la gente canta con ardor que viva España y que España es la mejor. O bien las esencias andan de lustro sabático, o bien ya no hay esencias y solo hipotecas.

Ejemplifico lo dicho con un sucedido del que fui silencioso espectador en un reciente viaje a cierto país de esta Europa de nuestros pecados. Fueron los protagonistas un camarero portugués y un compatriota del aquí firmante, un tipo que, por su aspecto, parecía sacado de una película de Pajares y Esteso, de «Los bingueros» o «Los energéticos», jersey de rayas horizontales, pancita, pelo de un lado de la cabeza cubriéndole aplastado la calva central, su aquel de caspa y un embriagador perfume a coñac garrafonero. Español de libro, vaya, de libro de los años 70. La cosa empezó al discrepar cliente y empleado sobre el total de la cuenta, un par de paquetes de tabaco y una bolsa de patatas fritas: los tópicos habituales de «no me cuadra», «sí, es correcto», «has sumado mal», «no, no, está bien», «me tienes que devolver cincuenta céntimos más», etcétera, todo dicho en una especie de «pidgin» o lengua franca que sonaba como «no, is no gud», «oui, es correto», «es is nijt, niet», «yu give mua fifty sentavos»?, un disparate que en nada hacía avanzar el entendimiento. Por fin, gracias a una calculadora, la cosa se aclaró: sin que ninguno de los dos llevase toda la razón, el español llevaba un poquito más, pues acabó con el doble de lo reclamado: un euro. Entonces, victorioso, feliz, orgulloso, triunfante sobre el portugués, impuso su autoridad racial con una palmada sobre el mostrador y se volvió hacia mí, que permanecía mudo cual piedra, para buscar cómplice en su exhibición de superioridad. Me dio con el codo, me señaló al camarero y, para demostrar que a los de la piel de toro no nos engaña ni Dios, gritó tomándome, quién sabe la razón de su desvarío, por alemán: «Spanien!». Pero se dio cuenta de que le faltaba algo para redondear, que no bastaba el grito de «¡España!» tras tamaño éxito sobre el vecino peninsular, que la curva de entonación había quedado en alto y necesitaba una palabra más que la completase y cerrase. Vi cómo los ojos de aquel hombre la buscaban, vi su cerebro echar humo por la pesquisa, oí sus engranajes cerebrales puestos a funcionar tras tanto tiempo en paro. Tardó unos segundos, pero la encontró, encontró la palabra que para él sintetizaba el orgullo patrio ante el taimado luso que pretendía engañarle, la palabra que resumía la esencia del ser de España. Alzó los brazos y sentenció: «Spanien! ¡Julepe!» No aplaudí de milagro: «¡España! ¡Julepe!». En «julepe» han quedado tantos vivas de antaño.