Hace unos meses, en Benavente, recibimos con un sentimiento especial de fe y anticipo de estas Jornadas Mundiales de la Juventud, el icono de la Virgen y la Cruz Peregrina de la Juventud. En nuestro mundo católico fueron, desde nuestra fragilidad de vasijas de barro, horas de devoción y expresión colectiva de auténtica adherencia a nuestra promesa de fidelidad a Cristo. Ahora, hemos vivido la presencia de jóvenes polacos e italianos que, en grupos que se hacían notar en la calle, traían a mi memoria las idas y venidas a la estación del ferrocarril, a la estación de autobuses y al aeropuerto para llevar y recoger a mis hijos en viajes de la misma naturaleza y acompañando a SS Juan Pablo II, (hoy, espero de mis hijos, ya mayores y padres de familia, tener la satisfacción de saber que mis nietos siguen sus pasos). Recuerdo que para una familia humilde, de un simple mecánico como la mía, eran, entre oraciones y suspiros, muchos números, mucha planificación y fe cristiana para que en esos lugares lejanos dieran prueba testimonial nuestros hijos junto a aquel hombre Santo, escuchando el magisterio de su palabra; de Roma a Polonia, pasando por Santiago de Compostela, creo que siempre estuvo alguna de mis hijas; sin embargo, para los padres, era una gran incertidumbre que nuestros chicos, en esa edad complicada de 16 a 25 años y a pesar de su condición de universitarios, se fueran a los multitudinarios viajes parroquiales con la guitarra y las canciones que, ensayadas tantas veces en casa, las coreábamos todos.

Hoy, en esta España donde la libertad se coarta por los libertarios liberticidas que nos acoquinan a todos, que nos cuentan esas historietas sectarias y repetidas de socialismo -a pesar de su fracaso evidente incluso en Rusia- experimento una gran alegría porque mis hijos, con más de cuarenta años, no me plantean el dilema de su asistencia al encuentro de Benedicto XVI; aquí y ahora, esa minoría que protegida por el sistema como pacifistas, aunque, en algunos casos, vociferen, insulten, provoquen y ellos mismos se proclamen, vergonzosamente, indignados contra un partido que no gobierna, me daría pánico exponer mis hijos a la violencia de estos pacíficos-iracundos. Entre ellos he visto algunas caras de bobalicones que se interponían entre las cámaras de TV y los periodistas que trataban de informarnos de sus malintencionadas intenciones mientras injustamente ocuparon el corazón de Madrid.

Decía Santo Tomás: «Timeo hominem unius libri», temo al hombre de un solo libro, y yo agrego que junto a estos me espantan las masas que no leen y gritan consignas del mismo libro libertario, que llevan pancartas por botella de cerveza.

Es lastimosa esta situación manipulada desde el poder que se dice laico y ataca a nuestros principios de libertad tratando de apagar nuestros deseos de convivencia justa y pacífica.

Los cristianos en España estamos viviendo una persecución evidente desde los poderes públicos que corean una caterva de personajes aberrantes que no quieren comprender que nuestra religión consiste en aceptar a todos como hermanos, desde la absoluta libertad personal y solo el que quiera puede adoptar nuestra fórmula magistral del amor que es respeto a todos; nosotros no somos enemigos de nadie y no entendemos cómo se nos puede incluso asesinar. En el mundo, este año, ya van unos cientos de mis hermanos cristianos asesinados y el mundo, cobardemente, calla y el que calla consiente.