La noticia del atentado de Oslo me ha sorprendido en Noruega, en un pueblecito lapón casi en la frontera con Finlandia. Entré en un hotel con mi desaliñado aspecto de motorista trotamundos y me sorprendió que nadie me hiciera maldito caso. Todos los presentes, incluso el rubio recepcionista, miraban absortos una pantalla de plasma gigante. Inmediatamente reconocí las imágenes típicas de un ataque terrorista. Lamentablemente, los españoles tenemos bastante experiencia en eso. Pero los noruegos no. Se detectaba en su calmada actitud un estupor hondo, profundo como uno de sus magníficos fiordos. Aquello no entraba en sus esquemas, no era posible que Oslo, la tranquila y pacífica capital del tranquilo y pacífico país escandinavo, hubiera sido objeto de la rabia ciega de los fanáticos. Noruega y el fanatismo parecen términos radicalmente incompatibles, como no sea un fanatismo por la protección de su entorno y el cumplimiento de las normas.

La que veía en sus caras era una sorpresa muy diferente a otras que se han visto en otras víctimas. Ellos no pensaban que en su país pudiera suceder algo. Esas cosas son propias de sociedades primitivas y viscerales. Probablemente, los noruegos sean hoy los europeos más ricos, más satisfechos con su sistema y con menos problemas socioeconómicos. Y encima nadie se fija en ellos. Es el país donde menos Policía he visto y donde todavía se puede arrendar una habitación de hotel sin tener que llevar el pasaporte entre los dientes. Cuando se les comenta cualquier cosa relacionada con la Unión Europea, miran condescendientemente con aire de suficiencia. «Afortunadamente, nosotros no somos miembros y no tenemos dificultades financieras». Para ellos, la adhesión de sus vecinos Suecia y Finlandia ha sido un tremendo error.

En un primer momento, después de la bomba, se ha barajado la posibilidad de un atentado islamista. Aún más sorprendente para su mentalidad. El conflicto interreligioso está excluido en esta sociedad donde cada uno es libre de hacer lo que quiera en su casa. Lo más curioso es que si yo estoy en Noruega es porque su primer contacto con el mundo musulmán fue violentísimo. En el año 844 una flota de ochenta barcos vikingos saqueó Gijón; era su primer contacto con la península Ibérica. Luego se dirigieron al Sur, remontaron el Guadalquivir y saquearon Sevilla destruyendo su mezquita. Abderramán II quedó sorprendido por aquellos salvajes rubios que no eran cristianos. Les mandó entonces una embajada. Su enviado era Al Ghazal, que en el año 845 se adentró en mares desconocidos para pactar una posible alianza con los bárbaros de Escandinavia. Ese rastro era el que yo había venido a buscar dentro de mi expedición en moto por los cinco continentes tras los exploradores españoles olvidados.

Mucho han cambiado las cosas. Los descendientes de aquellos vikingos ya no son feroces salvajes y el monumento que recuerda esos lejanos tiempos simboliza, con sus tres espadas de diez metros clavadas en el suelo, el fin de los tiempos guerreros y la unión de toda Noruega bajo un solo rey. Desde entonces, los noruegos se han construido un paraíso en toda regla con el dinero del petróleo. No es solo que Noruega tenga una naturaleza majestuosa, algo casi sobrenatural, es que está perfectamente domesticada para que los escasos cinco millones de habitantes vivan cómodos y al mismo tiempo aislados. Aquí no hay turismo de alpargata. Si usted es un extranjero que viene a Noruega, sepa que tiene que pagarlo bien caro, que la corona noruega es una divisa sólida, que los precios son tan altos como los sueldos. Creo que la situación queda bien explicada con decir que son suevos los inmigrantes que sirven las mesas de los restaurantes.

Los presentes seguían sin perder ojo de las terribles noticias. Nadie decía nada. Ni una exclamación ni un exabrupto. Lo sentí por ellos, pero yo necesitaba una habitación. Me dirigí al mostrador y toqué la campanilla. El recepcionista se giró y sonrió abiertamente. Estamos en Noruega al fin y al cabo. Me entregó la llave de mi habitación sin pedirme documento alguno de identidad.

-«¿Cuántos muertos?», pregunté.

-«Siete», contestó lacónicamente.

Me sorprendió el tono tan neutro de su voz. Era como si no fuera con él, como si todavía no se lo creyera o no se sintiera concernido, como si aquello hubiera sucedido muy lejos o en otro país. De hecho casi siempre es así, hasta que te toca. Desgraciadamente, como español, sé muy bien que esta barbarie ciega nos concierne a todos, por muy distantes que nos pensemos, que no hay ya sociedad libre de tarados y fanáticos, vistan turbantes, cruces gamadas o boinas sin rabo. Pronto él también lo asimilará.

El paraíso noruego ya ha dejado de serlo.