El año 1981, en el verano, se presentó en el Instituto donde era director un Inspector General de Servicios del Ministerio de Educación. Me adelantó que procedía «de Oficio», es decir, que estaba realizando una «gira» por diversos institutos y aquel día le había tocado al que yo dirigía. He de confesar que al principio me impresionó, porque, habiendo dirigido los dos primeros Institutos de Móstoles (aquél era el 2º), no había recibido la visita de ningún Inspector de Servicios. Los de «zona» sí habían ido a los dos Institutos: uno, al primero de los Institutos, por la huelga ilegal y antidemocrática de un Profesor interino; y al segundo, uno también «de oficio»; y otro, enviado por el Delegado Provincial para hacerme una encuesta sobre las elecciones para el Consejo Escolar efectuadas el 24 de Febrero de aquel 1981. La encuesta, encomendada al Inspector de Zona «porque tenía mano izquierda en esos asuntos», «para ver si mi comportamiento en aquellas elecciones daba lugar a la incoación de expediente disciplinario», terminó, al poco de comenzar, con esta frase del inspector: «pues, ni mano zurda ni mano derecha; aquí termina la encuesta y, por tanto, no ha lugar a la incoación de posible expediente». Yo había cumplido escrupulosamente el Real Decreto del mes de Enero.

Mi impresión, ante la presencia del Inspector (y, además, Inspector General) de Servicios se disipó inmediatamente. Yo sabía cómo realizaban su labor esos Inspectores, porque he tenido dos buenos amigos Inspectores de Servicios (uno vive y el otro falleció hace dos años) y me habían hablado de sus misiones, algunas complicadas. Estaba, pues, tranquilo, porque mi Instituto estaba «en regla».

El Inspector General cumplió puntualmente con su cometido. Puse a su disposición todas las llaves del instituto: las de los servicios generales y las de los archivos y mesas de los despachos de Secretaría y Dirección. Auxiliado por mí mismo y por las empleadas de la Secretaría, revisó las instalaciones, los libros de actas, caja, libro de cuentas y demás elementos de registro y, para tener noticia económica exacta, el conserje del instituto se desplazó hasta el banco y pidió el estado actual de la cuenta corriente del Instituto. Cuando el inspector terminó su minuciosa tarea, me comunicó que estaba «toda la documentación al día y a la peseta las cuentas económicas; por lo cual no le cabía más que felicitarme». Como es natural y justo, le dije que los resultados satisfactorios se debían a la eficiencia de los dos secretarios que había tenido el centro en sus tres años de funcionamiento; y del resto del personal; no sólo a mi gestión.

Aquel año, en septiembre, solicité el reingreso en el Cuerpo de Catedráticos de Escuelas Universitarias y ocupé mi plaza en la Universidad de Alcalá. Lo que podría parecer algo enojoso y molesto -la inspección llevada a cabo por el General de Servicios, que se me presentó en el Instituto- supuso para mí una tremenda satisfacción y la absoluta tranquilidad con que dejé el Instituto, sabiendo que mi labor no me acarrearía disgustos, a pesar de las circunstancias; que dos años después motivaron expedientes a dos compañeros, por el general «traspaso de fondos» a que estábamos obligados todos los directores de institutos y otros funcionarios sometidos a presupuestos absurdos. Yo mismo había denunciado esos «traspasos de fondos», en una reunión de directores de institutos de la provincia de Madrid, presidida por el Ilmo. Sr. Delegado Provincial. Mi anuncio de posible «implicación» produjo una general carcajada, silenciada por la explicación de constante «malversación de fondos públicos».

Todo el relato viene ahora a cuento por la «alarma» que se ha levantado en algunas comunidades autónomas y en algunos ayuntamientos por las auditorías anunciadas, en virtud del cambio que se ha experimentado en las titularidades de los mismos, como consecuencia de las Elecciones Municipales y Autonómicas del pasado 22 de mayo. Si las cuentas están en condiciones y la gestión se ha llevado a cabo con la legalidad en la mano, no hay por qué temer auditoría alguna, aunque esa auditoría sea efectuada u ordenada por ediles o presidentes autonómicos del partido opositor. Mi documentación, la pública y la poquísima privada que hubiera en mi despacho del instituto, permaneció en su sitio; y el Inspector General de Servicios pudo comprobarla a satisfacción, sin que me acarreara disgusto alguno. No se me ocurrió trasladar -y mucho menos destruír- documentos para evitar que fueran fiscalizados. Ni se me ocurrió hacerlo, ni me hubiera dado tiempo, por la imprevista presencia del inspector.

En cambio, fue inmensa la satisfacción que me produjo aquella inspección. Me fui a la Enseñanza Universitaria con una tranquilidad que no tuvieron los dos compañeros citados. A uno de ellos le perdí la pista; pero al otro, que había sido compañero riguroso mío (de curso, en la carrera, y en la oposición a Cátedra de Instituto), padeció la amargura de varios años «suspendido de empleo y sueldo», hasta que, tras esos años de pleitos, pudo demostrar su inocencia y fue restituído a su cátedra y, además, le fueron abonados los sueldos del tiempo que estuvo «suspendido como catedrático». Pero el disgusto le quedó en el cuerpo.

Por eso, me resulta sospechosa o ridícula la alarma que se ha despertado: sospechosa, si hay motivo razonable para el temor; ridícula, si los implicados son inocentes y han realizado su gestión de acuerdo con la Ley, aunque las circunstancias los hayan obligado a impagos temporales o a irregularidades subsanables (o, incluso, explicables, aunque no puedan remediarse). Es más honorable entonar el «mea culpa», si no hay posibilidad de rectificación, que ser sorprendido con la furgoneta de «residuos» -«privados» o públicos- y acusado de malas artes para esconder los justificantes de una mala gestión.