Sin duda, es la excepción que confirma la fama de cielos claros y aires sutiles que goza la coronada Villa, (dicho sea en trasnochada metáfora). No hace muchos años la contaminación atmosférica fue tema periodístico recurrente en los inviernos madrileños; los negros y acres humos de las calefacciones a carbón y los pestilentes gases de los automóviles castigaban la pituitaria y probaban la salud de los madrileños. " No sufra, alcalde le decía Cañabate en un almuerzo de la Mesa de Cronistas-; con tres toses el Guadarrama limpia el cielo» . Pero siempre habrá quien desee la suerte de la fea: fue muy celebrado el chiste del aldeano que pedía al paisano ya madrileñizado que le consiguiera un trabajo contaminado; pues a fin de cuentas, mata mas el hambre. Conviene todo el mundo en que tanto el mayor enviciamiento del aire como el colosal aumento de las basuras urbanas son consecuencia del progreso industrial y del desaforado afán consumista. Un principio simple de justicia popular previene que el que rompe paga y limpia el que ensucia; entonces el progreso debe aplicarse a la corrección de sus efectos no deseados. Debe y ha demostrado que puede hacerlo. El sistema científico de recogida y tratamiento de residuos urbanos ha significado un avance espectacular en la higiene de las ciudades. Quedan en la crónica de la pestilencia el expeditivo aviso del «agua va», y la «marca de Madrid» (marea de la m.) que Cristóbal del Hoyo Solórzano y Sotomayor describe en obra publicada en 1745: cuenta que 132 carros podridos llevan fuera de la Villa las horruras juntadas a fuerza de agua, por 24 escobones y aparvadas con un tablón tirado por mulas cansinas; cuenta escandalizado como algunas damas de la sociedad invitan a sus amigas a tomar chocolate en los balcones mientras presencian la olorosa y divertible función.

Hoy se vigila constantemente la polución atmosférica, con aparatos de precisión que detectan el nivel de los elementos perjudiciales para la salud. Aseguran de consuno las autoridades autonómica y municipal que en ningún momento de este episodio anticiclónico se ha llegado cerca del estado de alarma, por lo que no ha sido necesario tomar medidas previstas para situaciones de mayor gravedad. Pero la política nunca renuncia a aprovechar el paso del Pisuerga. Rosa Aguilar, ministra de Medio Ambiente que hasta ahora ha tenido escasa presencia mediática, había denunciado la política de Gallardón contra la contaminación; Esperanza Aguirre, permanentemente a la que salta, le ha replicado con datos precisos y le ha recriminado su postura alarmista. La Fiscalía de Medio ambiente ha iniciado una investigación sobre el estado atmosférico en Madrid y Barcelona; como para que digan que las fiscalías no actúan; «asigún» el caso, opina la malicia. Lo que sería de recibo es alarmar sin necesidad; enseña un viejo adagio periodístico que no se debe gritar fuego en un teatro incendiado. Lo que importa es que el Guadarrama envíe hoy mismo unas bocanadas de ese aire tan tenue que no apaga un candil pero puede arrastrar todos los miasmas contaminantes.

No se puede achacar al anticiclón de las Azores la suciedad de la Ciudad Universitaria denunciada por ABC en enérgico editorial documentado con incontestable información gráfica. El vandálico gamberrismo y la prolongada incurría de la autoridad académica son señalados como causa de la deprimente situación de la limpieza. En verdad producía asco y escándalo la roña acumulada sobre la emblemática escultura de la entrega de la antorcha; el estado retratado en el diario significaba una ofensa a la cultura y muy especialmente, a la generosa donante. En cualquier caso, puede tomarse como una acusación irrebatible para la Universidad española, internacionalmente poco valorada en aspectos mas propios y trascendentes. Es obligado advertir que el estado de suciedad acumulada denunciado por ABC -y en parte ya corregido- , no sería justo atribuirlo a otros campus universitarios. O sea que la Ciudad Universitaria, buque insignia de los centros españoles no ha cumplido en este caso su deber de ejemplaridad .