Estaba finalizando el año 1958 cuando recién cumplidos mis catorce años me trasladé con mis padres a vivir cerca de Zamora, concretamente a Los Saltos. Pocos días después, coincidiendo casi con el comienzo de la Revolución Cubana, se reventaba la presa de Ribadelago. Este desgraciado acontecimiento, como es natural, tuvo mucha repercusión mediática en la provincia y continuamente oía por la radio, por boca de Planells, las aportaciones voluntarias entregadas a la suscripción popular que se había abierto.

Entre otras muchas respuestas también colaboraron los pintores locales. Recuerdo que fue en mi primera visita a la capital cuando vi por primera vez una exposición de arte plástico y era precisamente esa simbólica exposición que con obras de pequeño formato, generalmente dibujos, ofrecían los artistas en solidaridad con la catástrofe. Me interesaron especialmente algunos trabajos no del todo realistas sino provistos de ciertas esquematizaciones formales y oí decir a alguna persona que andaba por allí que pertenecían a un pintor recién salido de Bellas Artes. Supongo que podrían ser de Pedrero.

Algo más adelante descubrí el Museo de Bellas Artes que había en Santa Clara, más parecido a un abigarrado almacén o una desordenada almoneda, donde se amontonaban restos arqueológicos de todo tipo con algunos cuadros de interés. Lo vigilaba un conserje de edad avanzada, con aspecto sosegado y tranquilo, que informaba a los escasos visitantes que por allí pasaban cuanto buenamente podía de forma pausada y sin levantar la voz. Había uno o dos jóvenes dibujando unas estatuas de yeso. No sé cómo podían aguantar el frío porque no había calefacción en invierno. Pero, a pesar de eso, yo, por mi parte, sentía cierta envidia al saber que eran aspirantes al ingreso en la Academia de San Fernando.

Cada vez que iba a Zamora visitaba aquel viejo museo y veía cómo se esforzaban aquellos jóvenes en copiar las esculturas con el carboncillo. Un día, en cierta ocasión, irrumpió de forma decidida otro joven casi de la misma edad que, acercándose a uno de ellos, pronto se apropió de su trapo, sacudió el dibujo y, a continuación, tras observar atentamente el modelo, trazó cuatro o cinco líneas maestras siguiendo el ritmo de la figura. El modelo era uno de los esclavos de Miguel Ángel. Acto seguido, salió con la misma precipitación que había entrado dejándome totalmente admirado. -«¿Quién es este excelente dibujante?» pregunté al ordenanza-. «Antonio Pedrero Yéboles, el laureado pintor zamorano que tantos éxitos está cosechando...». Tal y como se expresaba parecía recitar una frase leída en un periódico u oída en un programa de radio.

A partir de entonces fui poco a poco tropezándome con algunas de sus obras. Unas veces en Foto Quintas, otras en la Caja de Ahorros de Salamanca, en la calle de San Andrés, más adelante, el retrato de Andrés Vázquez en García Casado. Pero lo más espectacular y sorprendente para mí, el cuadro de «La Golondrina».

Corría el año 1961 y estudiaba en el Instituto Claudio Moyano. Algunos días, al terminar aquellas angustiosas clases, me acercaba por la tarde a contemplarlo. Era una maravilla en su conjunto por la vitalidad que expresaban aquellos espléndidos retratos. No sabía quienes eran sus personajes. Solo reconocía de inmediato a nuestro entrañable ordenanza con la misma actitud que vigilaba el museo y ajeno a todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Es el único que observa pacientemente al pintor que lo está retratando, mientras todos los demás están más interesados en el protagonismo de las dos principales escenas.

El cuadro invita a una lectura de derecha a izquierda comenzando por el robusto personaje del extremo, cuyos graciosos comentarios son bien recibidos por quienes lo escuchan con atención, a pesar de la grave expresión que muestra el de la bufanda roja y la boina. Llama fuertemente la atención la pálida cabeza del ciego, sin poder orientar la mirada a ningún sitio, mientras su lazarillo atiende, medio escondido, la conversación de los mayores. La vertical del lado derecho del camarero cierra esta primera, escena a la vez que la inclinación de su cabeza y el movimiento de los brazos dan paso al segundo gran grupo de la parte central protagonizado por el «cantaor».

Recostado sobre el hombro de quien le escucha con sentimiento, está representado en el momento «pregnante» en que se le hincha la vena y enrojece la cara por el esfuerzo de apurar al máximo el largo lamento flamenco. Detrás de él, el que da las palmas; el personaje bien erguido de la chaqueta negra con el lápiz de carpintero bien visible; el del sombreo y otro que apenas se ven; el del bigote y el de la tez aceitunada que está de perfil. Cierran el grupo, orientados hacia la derecha, el que se apoya con el codo en la barra y Claudio Rodríguez. (La madre del artista que me servía la coca-cola me dijo que era un importante poeta). Finalmente, a la izquierda, tras el quiebro de la barra bien acentuado por la S que conforma con el camarero de la garrafa, hay dos figuras de espaldas y uno entre ellos que parece girar la vista hacia el cantador, no se sabe muy bien si sorprendido o admirado. ¡Cuánto disfrutaba al recorrerlo con la vista de unas partes a otras!

Un día me arme de valor y fui a visitar a doña Adela, la profesora de Historia del Arte, para que opinase sobre mis dibujos. No sé si le gustaron o no pero me dijo: -«Tienes que ir a Madrid, matricularte en Filosofía y Letras y hacer Bellas Artes». Al año siguiente aprobé el preuniversitario en Salamanca pero ya había decidido trasladarme a estudiar a Madrid. Unos años más tarde se cumplió lo que me había aconsejado doña Adela.

El pasado día 20 he visto de nuevo el cuadro de «La Golondrina» en La Encarnación. Para mí ha sido una gran sorpresa esa magnífica colección de dibujos previos hechos a carboncillo lo mismo que el conjunto de bocetos que poco a poco van definiendo el proyecto. Ahora he podido acercarme más al cuadro y examinarlo mejor disfrutando también de su ejecución.

El dominio de la forma es fundamental en todo tipo de expresión plástica, aunque el espectador no profesional solo perciba a través de ella el mensaje estético. Esto último es lo que yo veía a los 16 años. Con la formación de pintor ahora entiendo mejor por qué el cuadro era entonces y es ahora tan bueno. Pedrero es por encima de todo un excelente dibujante y un compositor admirable. He leído los elogios de Vázquez Díaz pero siempre había pensado que Pedrero era uno de sus mejores seguidores, sabiendo desentrañar los ritmos más determinantes de la forma y la estructura que determina el parecido. En los retratos con la justa incidencia en sus caracteres singulares para no deformarlos en una caricatura. Al mismo tiempo es un potente pintor. Siempre me ha llamado la atención su predilección cromática por las tierras rojizas o anaranjadas que para conservar la armonía del conjunto exigen calentar también lo que deberían ser colores en principio fríos. La ejecución es igualmente un alarde de precisión y rotundidad con ciertas zonas de solo aparente descuido, como se ven en algunas partes del fregadero a este lado de la barra. Creo además que esa falta de rigor tanto en esas zonas como en otras partes del cuadro es otro de los atractivos.

Esta obra es la expresión estética del momento en que se pintó a finales de los cincuenta. Existía por entonces, junto a la efervescencia abstracta del informalismo del Paso, una figuración esquemática que seguía la evolución del interesante realismo de los años treinta y que internacionalmente defendían Bernard Buffet, Marcel Gromaire o Renato Guttuso. Pero también, el ya no tan joven, Lucien Freud y en España el primer Antonio López. Unos más sintéticos y otros más realistas daban continuidad a la tradición figurativa que la Gran Abstracción no podía eliminar.

No creo exagerado señalar que Antonio Pedrero es, en esos momentos, uno de los pintores que han servido de enlace y traslación de la figuración tradicional hacia visiones más nuevas y testimoniales, tal y como representa este cuadro ajeno a todo folklorismo, mostrando un fuerte contenido social. La obra de Pedrero de los años sesenta es merecedora de un reconocimiento mayor del que hasta ahora se le ha dado. Como dice Miguel Gamazo, es un cuadro de Historia, de la historia de Zamora que yo conocí cuando fui a vivir allí.

(*) Premio de las Artes de Castilla y León 2008