La huelga es cosa de románticos. Los sindicalistas, liberados o no, lo tienen crudo para triunfar en un mundo que se ha vuelto tan pragmático, tan alejado de las barricadas y tan apegado a la hipoteca por pagar. En Novecento, la enormidad de Depardieu inflamaba los corazones mientras marchaba con la música de Morricone de fondo. Ahora, ves un piquete y te viene a la cabeza una canción de El Último de la Fila: «¿Dónde estabas entonces, cuando tanto te necesité?». Luego dicen que no existen las premoniciones.

«Me siento hoy como un halcón, llamado a las filas de la insurrección», cantaban García y Portet. Analicemos tal sentencia en el 29-S. Los únicos halcones conocidos practican sus revoluciones particulares haciendo saltar por los aires los mercados financieros sin necesidad de moverse de su casa y, en cuanto a aquellos que, en otros tiempos, sacrificaban un día de nómina por el bien común, se han convertido en insurgentes de unas organizaciones tan alejadas del común como los políticos contra los que protestan.

Los diputados no tienen derecho a huelga, por eso la solidaridad no se les descuenta de la soldada. «El Congreso no es una empresa privada», proclama José Bono. Otro titular del informativo: «El Gobierno tenderá la mano a los sindicatos tras la huelga». Y la misma canción resuena en mi cabeza: «Pequeñas tretas, para continuar en la brecha». Me atrevo a introducir unos leves cambios en la letra que ruega al amor perdido «Dame mi alma y déjame en paz», una misión tan inalcanzable como devolver tantas ilusiones perdidas por el camino. Por eso debe ser que me siento hoy, como un gorrión, herido por las flechas de la incertidumbre. ¿Habrá que enterrar el romanticismo?