Los periódicos impresos ya eran auténticas redes sociales virtuales antes de que llegara Internet y se apropiara de este concepto. Los rotativos han sido siempre capaces de crear en su entorno grupos sociales integrados por personas que, a veces sin tener conciencia directa de ello, compartían una visión coincidente de su sociedad y unos objetivos similares como grupo social. La expresión de esa coincidencia era compartir como lectores un mismo periódico, lo que actuaba como la argamasa que aglutinaba esos módulos (fueran individuos o grupos) aparentemente disgregados y diferentes dándoles un lugar y un sentido de conjunto. El éxito de un periódico era su capacidad para interpretar la sociedad y alimentar esa capacidad de cohesionar y robustecer la red social que había nacido y crecido en su entorno. Algo que, en muchas ocasiones, especialmente en la prensa local y regional, saltaba limpiamente por encima las orientaciones políticas que tanto marcaban a la prensa nacional, porque atendía a factores mucho más profundos vinculados a la tradición y a la inconfundible pertenencia a su ámbito geográfico inmediato. Esa cualidad se manifestaba en la capacidad de hablar el lenguaje común de su grupo, de generar debates y de erigirse en «portavoz» de sus sentimientos. No siempre hacía falta que el periódico fuera el motor inicial de esos movimientos, sino que más bien los recogía cuando habían alcanzado un desarrollo y los lideraba netamente a partir de entonces. Como dice Jonh Kenneth Galbraith, al «intelectual inteligente» nunca le ha hecho falta convocar la manifestación, «solo tiene que esperar a que pase ante su casa y ponerse al frente».

Esas redes sociales, de cuya fuerza habla alto y claro la propia fuerza que los rotativos han tenido durante décadas y que aún mantienen, solo adolecían de un problema: eran incapaces de poner en contacto directo a los miembros que integraban el grupo. El periódico actuaba como una referencia permanente de la red social en el vértice de la pirámide, en un sentido «vertical», y sin que hubiera por tanto contacto «horizontal» entre sus miembros, más allá del «reconocimiento» puntual de saberse lectores del mismo diario y comentar la actualidad a partir de esa lectura común, o de la presencia puntual de alguno de los miembros al utilizar los cauces de participación abiertos mediante secciones como cartas al director u otras similares. Los ámbitos de debate que creaba el periódico quedaban de este modo, al margen del periódico: los creaba, catalizando su desarrollo, pero sin que se escenificara dentro del mismo toda la dimensión de su evolución y crecimiento. Las herramientas que se crearon con el desarrollo tecnológico de Internet superaron esa limitación y ofrecieron medios para que el contacto «horizontal» y «vertical» pudiera producirse al mismo tiempo. Sin embargo, los periódicos no aprovecharon su posición de ventaja y no transformaron esas redes sociales que ya existían en torno a ellos aprovechando esos nuevos desarrollos tecnológicos.

Mientras los periódicos perdían un tiempo precioso sin decidirse a liderar este proceso de participación, otro modelo de lo que podríamos llamar redes sociales «blandas» apareció en escena hasta convertirse en uno de los principales fenómenos de Internet. Nombres como Facebook, Twitter o Tuenti en España representan ese modelo de red social abierta y dispersa, descontextualizada de un entorno geográfico local e incluso nacional, en la que prima la relación virtual personal (algo así como un club de amigos en Internet), pero en la que no hay prácticamente nada de los intereses mucho más profundos de las redes sociales anteriores. Los intereses comunes compartidos tienen más que ver con criterios de «amistad digital», y lo que se comparte es la vida privada con una ligereza que aún sigue sorprendiendo a los psicólogos. La magia de las modernas comunidades virtuales reside en un vínculo permanente y fuertemente adictivo pero, sin embargo, no por ello más enriquecedor para el individuo en su dimensión personal y social. Por ello los discursos que sustentan estas redes son aún pobres y solo en muy contadas excepciones ha trascendido el nivel de lo superficial para adquirir auténtico carácter de movimiento social dirigido a objetivos precisos.

Los periódicos están hoy inmersos en recuperar el tiempo perdido. A través de sus ediciones digitales, la creación, organización y vertebración de esas «comunidades» en las que el periódico está en el centro, como permanente referencia, pero sin impedir que el contacto entre los lectores, se ha convertido en uno de sus grandes objetivos. La participación es una de las claves de la llamada web 3.0, y tanto los periódicos como los periodistas empiezan a averiguar hasta qué punto puede ser enriquecedor tener ese directo y casi inmediato con sus lectores. La parte buena es que ya no hay «feed-back» porque lo que se produce es un diálogo abierto y permanente, en el que el periodista y su medio tienen una relación de «consideración mutua» con el lector como informador. La misma que el lector ha tenido con su periódico y sus periodistas. La parte complicada es la que se produce cuando se pretende que esa relación sea de igualdad. El periodista y su medio sigue siendo el árbitro del contenido. Equivocado o acertado es aún, como conocedor del fundamento ideológico y moral de su medio, quien decide qué información y cómo se publica. El «periodismo ciudadano» puede complementar y enriquecer el periodismo tal y como lo conocemos, pero no sustituirlo. Ignorarlo es como ignorar qué hace el director en una orquesta.