La ciencia de la genética dio un paso adelante gigantesco cuando, en los años 60 del siglo pasado, William Hamilton descubrió las leyes que regulan la selección de parentesco -kin selection- como base del altruismo, ese fenómeno que tanto intrigó a Darwin sin que el padre de la biología moderna acertase a explicarlo. La selección de parentesco justifica la conducta cooperativa por más que ésta parezca contradecir el principio básico de la selección natural: cuida de ti mismo y olvídate de los demás. Desde que Hamilton ofreció su modelo, la selección de parentesco ha servido para entender grupos de un peso social enorme y misterioso como son los insectos himenópteros o las ratas topo. Aplicar la selección de parentesco al terreno de los microorganismos, bacterias y virus se antoja un salto excesivo en el vacío, pero también se ha intentado, aunque en términos un tanto metafóricos.

La selección de parentesco supone la fórmula explicativa mejor de que se dispone para la conducta cooperativa en que están implicados organismos con lazos familiares estrechos. Se trata de poder transmitir unos genes que, sin el cuidado a las crías, se perderían. Pero la conducta de las hormigas, los roedores o, ya que estamos, los humanos son tan distintas entre sí que parece difícil hallar un mismo trasfondo altruista compartido, común para todos esos seres. De ahí que los estudios se hayan centrado más en cada una de las especies por separado que en las posibles semejanzas que pueda haber entre unas y otras. No obstante, a veces surgen vías interesantes que obligan a dudar sobre lo cerca y lo lejos que estamos respecto de la tendencia al nepotismo. Así, las leyes de Hamilton predicen que en grupos de comportamiento social las crías que queden huérfanas serán adoptadas de manera preferente por aquellos familiares próximos. Si éstos no existen, un huérfano tiene pocas posibilidades de ser acogido. Por el contrario, en las especies que no forman sociedades las probabilidades de una adopción serían más altas respecto de madres con las que no se cuenta con ningún parentesco (los animales están dispersos).

Un grupo de investigadores encabezado por Jamieson Correll, del departamento de Ciencias Biológicas de la Universidad de Alberta (Canadá), publicó el pasado junio en la revista «Nature» un estudio acerca de la adopción en unos mamíferos sin vida social, las ardillas rojas («Tamiasciurus hudsonicus»). Pues bien, esas ardillas adoptan crías huérfanas siguiendo la misma pauta de favorecer a aquellas con las que mantienen lazos familiares. Y la explicación de ese hecho no contradice las leyes de Hamilton, las refuerza. Correll y sus colaboradores calcularon la relación beneficio/coste que tiene la adopción a la hora de poder conservar genes compartidos en «Tamiasciurus» y obtuvieron resultados que siguen la regla general: el balance es positivo cuando se eligen parientes próximos para la acogida. Las ardillas rojas se muestran tan decididamente nepotistas como cualquier cacique local de «Homo sapiens».