A los que hemos vivido durante la niñez en dehesas explotadas por el pastoreo (por ejemplo la Dehesa de Valverde, muy próxima a Zamora) nos indigna la política de «protección» al lobo. No podemos desterrar de la memoria aquellas mañanas en las que un llanto nutrido y clamoroso, originado en alguna de las chozas de cabreros, pregonaba a los cuatro vientos que «había bajado el lobo» en visita mortífera a algún rebaño de cabras y había «agorjado» a un grupo numeroso de ellas. Aquellas pobres gentes, que vivían del producto de su trabajo y cuidados de pastoreo, veían arruinado su escaso patrimonio y amenazada la subsistencia de su familia, muy numerosa en bastantes casos. (No había televisión y, según se decía en las clases de Antropología, «la cama del pobre es fecunda»). Sólo cabía, en respuesta, organizar batidas y cazar algún lobo por cuya captura concedían un premio las autoridades. Ahora, en cambio, por haberse declarado «especie protegida», es castigado matar un lobo, aunque se conceda indemnización al ganadero afectado. La indignación tiene una frase justificativa: «Una fiera es una fiera; y un lobo es una fiera».

Pero no quiero dedicar hoy más líneas a esta manera actual de «engordar la fiera». Voy a comentar otras actitudes que, desde el Gobierno de España, son noticia reiterada por consistir en «engordar la fiera humana»: El pago de rescate en beneficio de los terroristas que se dedican a secuestrar; con el agravante, además, de que, a veces, lo ejercen sobre personas dedicadas a difundir el bien y la ayuda a los necesitados de un mundo alejado de sus casas. Llueve sobre mojado, porque están recientes aún los pagos para librar del secuestro a pescadores españoles, capturados por somalíes dedicados a este óptimo «deporte» en el mar.

Pagar estos rescates es «engordar la fiera», porque son terroristas los beneficiarios de estas millonarias claudicaciones; el dinero entregado servirá, más temprano que tarde, para repetir la hazaña, en el mismo escenario o en otro diferente. Son millones de euros, entregados, directa o indirectamente, a terroristas o a gobiernos que no han sido capaces de (o no han puesto diligencia en) evitar tales secuestros. Ahora la cantidad sustanciosa de siete millones de euros ha sido engrosada con la «venta» de un avión de guerra a Mauritania. Creo que cualquier ciudadano español estaría muy contento si se le entregara un avión en pleno funcionamiento, ¡por la incontable cantidad de cien euros!, aunque fuera con la condición de revenderlo al chatarrero de la esquina a un precio normal de chatarra de desguace. Tan burda es la explicación que la soñolienta oposición ya prepara hasta 13 preguntas sobre este asunto.

Se nos da como explicación que el avión será destinado a la lucha contra la inmigración. ¡No!; no quiero ni pensar que esa «lucha» consista en sustituir las miserables pateras, convertidas, con frecuencia, en ataúdes, por un viaje en avión «gratis total» hasta nuestra patria, por ejemplo (pienso en la cercanía) hasta el aeropuerto de «El Altet» en Alicante.

¿O es que se ha transformado en hidroavión para poder perseguir a esas frágiles embarcaciones y hacerlas regresar a las costas mauritanas? No es imaginable. Como tampoco es normal pensar que se dedique a recorrer la costa e investigar desde el aire la presencia de personas que maquinan el intento de cruzar el Mediterráneo en busca del paraíso prometido, aunque después ese «paraíso» se convierta en lo que contemplamos a diario los habitantes de Madrid.

La única interpretación aceptable de la explicación ofrecida, hasta ahora, (estoy seguro de que será más extensa y comprensible la que se dé en el Congreso) es que el destino que Mauritania le dé a ese avión, «comprado a España en tales inmejorables condiciones», sea perseguir, en caso de secuestro o prevención de inmigraciones, a todos los transeúntes del desierto para evitar (en el caso de secuestros) que los secuestrados huyan a otros países con sus secuestrados, o que los supuestos inmigrantes burlen los controles de la frontera mauritana y sean capturados por quienes los esperan, alertados por el aviso de la diligente tripulación del avión vigía de las rutas del desierto.

Suposiciones, más o menos ingeniosas, aparte, lo incuestionable es que «pagar rescate» es comprensible, por cuestiones sentimentales atendibles, cuando lo hace la familia del secuestrado o la empresa para la que trabaja, aunque una y otra arbitren medios para reunir la cantidad exigida (por eso no apruebo la Norma que prohibió pagar rescate, a ETA por ejemplo, de modo general a cualquier persona o institución particular). Además, los secuestradores no pueden esperar ya nada del patrimonio ya depauperado por el rescate.

Pero un Gobierno -que administra el dinero de todos y debe prevenir y procurar la seguridad de todos- no debe «engordar la bestia», llámese ETA (como no se hizo con Miguel Ángel Blanco y Ortega Lara, por ejemplo), llámense terroristas somalíes, o llámense terroristas internacionales de Al Qaeda; no debe entregar euros en grandes cantidades, o aviones en pequeñas, a gentes o Estados que de alguna manera (por acción u omisión) representen o no impidan que prospere la execrable bestia del terrorismo.