El verano es besucón. Miles de relatos del siglo XX, públicos, privados, masivos, ambientan en estío el primer beso, una interacción muy cotizada tiempo atrás.

El pasodoble hizo patria con el beso y teoría con el rigor de la española, que daba un beso entonces como se da un crédito ahora: (La española cuando besa/ es que besa de verdad/ y a ninguna le interesa besar con frivolidad/ El beso, el beso, el beso en España / lo lleva la hembra muy dentro del alma/ (...) Pero un beso de amor/ no se lo da a cualquiera). Por cierto, ¿El resucitado españolismo rancio hace suya la letra hoy?

Este verano empezó besucón y español. El beso del portero a la reportera definió una carrera y no porque el capitán Iker convirtiera a la reportera Sara en una princesa del espectáculo sino porque, al fin, el deporte y la información deportiva -televisiva, radiofónica o escrita en prensa especializada- podían besarse en público con pasión después de tantos años de magreo en los vestuarios del negocio de los derechos de emisión. Al fin algo de amor después de tanto sexo de pago.

Excitados por el beso de la española (de la selección, por supuesto), que creímos el mejor después del escultórico de Rodin, ¡zas!, saltó el de Felipe y Letizia. Los críticos monárquicos consideraron que merecía la corona del concurso declarado de manera sobrevenida. La nuestra es más guapa que la top-model francesa y nuestros príncipes besan mejor. Olé y oh la la.

El beso universal fue en Nueva York, donde una estatua que reproduce el ósculo entre un marinero y una enfermera, fotografiado por Alfred Eisenstaedt, invita a remedar la actitud, esta vez mejor trayendo a la pareja de casa (por mor de la corrección política.

Muchos participantes ni siquiera sabrán que el beso de la victoria se hizo sobre el mordisco atómico a Hiroshima y Nakasaki. Ni falta. El beso de la victoria es más efusivo que el de la paz. Besos.