En cierta ocasión asistí sin voz ni voto a una discusión sobre la democracia entre dos frailes, durante la sobremesa de un frugal almuerzo en el convento franciscano de Santa Cruz de Tenerife. Uno de ellos negaba que la democracia fuera necesaria para el buen gobierno: A lo largo de siglos, argumentaba, desde la Grecia clásica, la democracia ha estado ausente del mundo, y los pueblos han vivido, progresado y crecido; cierto que no faltaron las guerras, por la religión o la hegemonía, con las desolaciones y muertes consecuentes; pero en las dos guerras más desastrosas para la Humanidad —las dos GM— intervinieron naciones que se proclamaban democráticas. El contrincante, gordinflón y tranquilo, replicó recurriendo a unos conocidos versos de Campoamor: de la democracia como del amor hay que decir que «triste y todo/ es lo mejor que existe». Verdad es, reconoció, que no ha terminado con caciques y «pucherazos»; empero —se encampanó el filodemócrata— al cacique se le tolera mejor que al antipático tirano. (En la sobremesa nadie habló de convento y democracia).

Tomás Gómez, autopostulado candidato a vérselas con Esperanza Aguirre en la disputa electoral por la CAM, teme un «pucherazo» de Ferraz en las primarias del partido; es muy creíble que el muñidor de la candidatura, podría decirse el gran cacique, prefiera a doña Trini de la perenne sonrisa. Parecen juegos políticos de otros tiempos, de los que tenemos muy notables ejemplos en las elecciones municipales que trajeron la República a pesar de que los monárquicos contabilizaron más votos, gracias a los «burgos podridos» denostados por el malediciente Azaña: la cosa es que en aquella ocasión se atribuyó más valor a los cacareados votos capitalinos que a los silenciados del mundo rural. Otro caso notable: no son pocos los que no creyeron que las elecciones de febrero de 1936 fueran limpias como la patena. Sin embargo, aquellas irregularidades podrían considerarse consecuencia de la tradicional picaresca política en la que fue maestro el bueno del conde de Romanones.

No podría asegurar que me asistieran razones suficientes para reconocer la fama del conde en un artículo que escribí para «La Prensa» de Barcelona , con ocasión de su muerte. Lo recuerdo con satisfacción porque facilitó mi introducción en el añorado periódico de la calle Villarroel. Aquella mañana del final de agosto de 1950, llegué procedente de Zamora. Fui recibido por el subdirector Baratech Alfaro (de Huesca) creador de una saga de excelentes economicistas; le pasaron una cinta de teletipo que leyó y me dijo: —Ha muerto el conde de Romamones; ¿puedes hacer un comentario? Precisamente había leído recientemente unas memorias del famoso político; así que redacté el artículo, lo entregué al redactor jefe Pepe Zubeldia (de Guadix) y me fui al hotel-pensión Lleó, calle de Pelayo; por la tarde, me acerqué a las Ramblas; en el quiosco de Canaletas compré «La Prensa»: mi artículo con mi firma abría la primera página. Ciertamente, no era un mal comienzo. Al día siguiente, regresó de vacaciones el director Antonio Sánchez Gómez (de Ronda), fundador y director de «Hola», probablemente el fenómeno periodístico más singular del siglo XX; elogió mi artículo sobre Romanones y me fijó el trabajo. Así que tengo algo que agradecer al conde versado en la picaresca política; en momentos importantes supo ser un gran señor; es muy significativa su foto en soledad, sentado en una piedra, para despedir a la Reina, al paso del tren del exilio: aunque resultara ineficaz, fue igualmente ejemplar su mantenida postura de defensa —en casi soledad— del rey Alfonso XIII en las Cortes republicanas, donde no brilló por su estilo Ángel Galarza.