Son personajes de cuento. Son seres entrañables y maravillosos. Son insustituibles en nuestras vidas y en nuestros corazones. Si ellos no existieran habría que inventarlos de inmediato. Sobre todo en estos tiempos que corren cuando los abuelos se han hecho insustituibles en la vida de los nietos. Los abuelos son dos veces padres. De sus hijos y de los hijos de sus hijos, sus nietos, con los que ejercen de abuelos y de padres.

Me enternece al pasar por la puerta de cualquier colegio a la hora de la entrada y sobre todo de la salida, comprobar que quienes aguardan a los más pequeños entre los estudiantes del centro son, precisamente, los abuelos. Desde la incorporación de la mujer al mercado laboral, los abuelos han tenido que hacer encaje de bolillos para atender dos hogares, el propio y el de los hijos. Y bien cuando los abuelos disfrutan de la jubilación pero a cuántos de ellos les ha pillado en las postrimerías de su trabajo, aceptando de buen grado la carga apenas perceptible de la educación, o casi, del nieto, del nuevo miembro de la familia que está menos solo, gracias a la presencia de los abuelos.

Los abuelos, en este caso los de Zamora, se merecen un monumento como un castillo. Tantos problemas como se tiene para bautizar o rebautizar una calle o una plaza, con lo fácil y hasta sensato que resultaría llamarlas por el nombre mejor: Calle o Plaza de Los Abuelos. Con mayúsculas, las de la admiración por su abnegación y las del cariño por el halo que envuelve a los abuelos, ellas y ellos, capaces de multiplicarse para atenderlo todo, especialmente a esos locos bajitos que dejan a su cargo, los nietos, y que para muchos abuelos son su razón de ser y de existir. ¡Si no fuera por mi nieta o por mi nieto!, he oído decir a muchos abuelos. No se dan cuenta que la frase hay que pronunciarla a la inversa: ¡si no fuera por mis abuelos!

Vuelvo a pedir para Zamora una plaza llamada así: Plaza de los Abuelos. Con monumento incluido. Un monumento en el que figuren el abuelo, la abuela y dos nietos, uno de cada sexo. Por pedir que no quede. Sería el mejor homenaje que podemos tributar a esos hombres y mujeres que peinan canas y disfrutan años, que nunca son de más o de menos, a los que vemos paseando en el cochecito al nietecito o la nietecita, a la puerta del cole esperando su salida o llevándolos de la mano por el buen camino que es el que siempre transitan los abuelos.

Nunca, hijos y nietos, pagarán a los abuelos la generosidad y la entrega a manos llenas, sin pedir nada a cambio de estos seres de cuento que han acompañado nuestras noches de vigilia por la fiebre, nuestra inapetencia y esos momentos de ocio en los que ni la tele tiene el suficiente ascendiente sobre el ánimo de los más pequeños. No me gusta que se relegue a los abuelos al parque de silencios y soledades en el que a veces permanecen o en esos otros lugares donde el desarraigo se hace carne y habita entre ellos. Sólo cuando cruzamos la frontera de ciertas edades, nos damos cuenta de la dimensión de una bendita figura, la de la abuela, la del abuelo que debiera ser eterna en nuestras vidas. Mi homenaje a todos ellos y el deseo de que se dignifique la figura insustituible de la abuela y del abuelo.