Esta noche, con permiso del alcalde y si el tiempo no lo impide, celebra el madrileñismo fetén «la primera verbena/que Dios envía/ la de San Antonio/ de la Florida». La tradición entrañable resiste a duras penas el galopar avasallador de la modernidad; pero resistir es ser, decía en ocasión menos alegre Ramiro de Maeztu. Así que habrá romería junto a la ermita de San Antonio mientras quede una pareja de castizos dispuestos a marcarse un chotis al aire libre, derramando la sabiduría y la seria chulería del viejo ritual. Con la de esta noche encentaba Madrid el ciclo verbenero que alegraba los calores estivales. Aunque llueva, la verbena de San Antonio anticipa el verano que ya se presagia en madrugadores puestos de melones. Quiere la tradición que hoy, a prima mañana, visiten la ermita las modistillas para mojar los dedos en agua bendita y sacar de la pila alfileres que le auguren un buen novio. Pues la devoción popular ve en San Antonio un seguro de casamiento; pero eso según la letra zarzuelera, las mozas le agobiaban pidiéndole matrimonio. ¿Qué le pedirían hoy al santo aquellas modistillas de falda de percal, casamiento o emparejamiento? Mejor sería que antes se dejaran asesorar pues un buen consejo puede valer tanto como un milagro y San Antonio es capaz de conceder ambas cosas, puesto que le sobran voluntad e influencias para remediar todo lo remediable.

Antonio de Lisboa, Antonio de Padua, Antonio de la Florida. Madrid enseñó a admirar en el santo portugués una cordial simpatía abierta a la mutua confianza. Se dice que vale más caer en gracia que ser gracioso; ¿será pecado creer que unos santos caen más simpáticos que otros? San Antonio, gracioso esencial por la gracia de Dios, cayó tan bien a los madrileños que llegó a decirse que en un tiempo no había iglesia de la Villa y Corte que no contara con alguna imagen suya. José María de Llanos ha considerado al gran santo portugués como un modelo extraordinario de popularidad. Popular a lo divino, por su indeclinable bondad con los desvalidos y su privilegiado poder taumatúrgico para socorrer necesidades y aliviar dolores. La piedad popular acude al santo recitándole con fe la hermosa retahíla de su quehacer milagrero. Llama la atención el carácter natural que se atribuye a las bondades y milagros del santo portugués. En la iglesia madrileña de Santa Cruz hay un cuadro -«San Antonio el Guindero»- que cuenta un caso sorprendente. Por la Cuesta de la Vega caminaba un labrador tras el borrico cargado de guindas; el animal no puede con la carga y el amo lo amenaza con un palo; el asno cocea, las guindas caen al suelo y son pisoteadas; el pobre hombre musita: ¡San Antonio!, ¡San Antonio! Entonces se le acerca un fraile que con mucho cuidado recoge la fruta, limpia y fresca, que coloca en los serones y se va. Agradecido, el labrador le grita: -¿Dónde puedo llevarle las mejores? -A la iglesia de San Nicolás. Allá se va el aldeano y contemplando el altar ve la imagen de un fraile que le sonríe. El pobre hombre comprende: -Conque santo ¡Así ya se puede!

La bondad, contra lo que algunos creen, no está reñida con el talento. San Antonio, rico en saberes teológicos, profesó de excelente maestro y gran predicador, tan ameno que según sus biógrafos cuentan que los peces se acercaban a la orilla para escucharle.