No es sencillo reflexionar con calma, con la que está cayendo ahí fuera, sobre el empleo y la problemática que lo rodea en las sociedades avanzadas. Tenemos pocas certezas al respecto y, como suele pasar en estos casos, ante la falta de asideros nos agarramos a las estadísticas o al Derecho para que nos hagan el trabajo, lo que suele ser una mala práctica que termina casi siempre con resultados francamente desalentadores. Basta con echar un vistazo a la literatura especializada que se publica en España para darnos cuenta de ello: o bien se trata de artículos puramente descriptivos que manejan con alegría estadísticas que nada explican, o bien de sesudos análisis normativos sobre realidades complejas que escapan, desde luego, a lo que diga un Decreto o incluso una Ley.

Por eso hay que ir más allá: la reflexión sobre el empleo y sobre los problemas que lo acompañan ha de intentar explicar más que describir, porque sin explicación, siquiera en grado de hipótesis, es muy complicado comprender nada de lo que nos pasa. Y con casi cuatro millones de parados, perder el tiempo es un lujo que nuestra sociedad no se debería permitir.

Quizá por ello sea interesante partir de una premisa básica de la que se derivan un par de razonamientos encadenados para dialogar con el desocupado lector de este artículo. La premisa, fíjese qué cosa, es que el desempleo tal y como lo entendemos en la actualidad es un problema moderno, radicalmente ligado a la modernidad y al desarrollo industrial de las sociedad occidentales. Todo lo demás vino después. Los conceptos que manejamos para intentar medir y explicar el desempleo son conceptos exclusivamente modernos que carecen de sentido cuando intentan aplicarse a sociedades del Antiguo Régimen o a sociedades premodernas. Ahí tenemos, por ejemplo, el caso de la distinción entre población activa y población inactiva, básica para calcular nuestra tasa de paro. Se trata de una distinción pensada para sociedades avanzadas en las que, por ejemplo, se asume que los menores de dieciséis años no son personas aptas para trabajar, así como que existen grupos sociales que no tienen actividad laboral remunerada, como pueden ser los estudiantes o los jubilados. Estas conceptualizaciones no tienen sentido si dejamos de hablar de sociedades modernas ya que, como se sabe, hasta principios del siglo XX los menores eran, en gran parte de occidente, población que hoy calificaríamos de activa y los estudiantes un grupo poblacional muy escaso a partir de una determinada edad (en la que la continuación de los estudios era muy minoritaria cuantitativamente y estaba ligada normalmente, a la pertenencia a determinados grupos sociales).

Una de las consecuencias básicas de considerar el empleo como un problema moderno es que en la gestión del mismo existe un ámbito subjetivo que no puede desconocerse cuando se aborda el tema, por más que las políticas públicas que luchan contra el desempleo se empeñen, tozudamente, en pasarlo por alto. La situación de desempleado de un sujeto parte de su propio reconocimiento como tal y está ligada, en primer lugar, a su condición de ciudadano: podríamos decir, en realidad, que no es desempleado el que puede sino el que quiere. Es decir, no basta con tener más de dieciséis años y no tener trabajo para que uno pueda ser considerado desempleado. El componente definitivo es que uno se considere a sí mismo desempleado y esté buscando activamente empleo para poner fin a esta situación. Y aquí está precisamente el nudo gordiano de la cuestión: la condición real de desempleado no puede ser asignada ni por la familia, ni por el grupo social, ni desde luego por el Estado: es el propio individuo el que se convierte en desempleado porque así se considera a sí mismo.

Y decimos que aquí está el nudo gordiano porque de este carácter subjetivo se deriva no sólo la oscuridad con la que estos temas suelen tratarse, sino también la baja calidad de la reflexión sobre el problema y, ay, el terrorífico despilfarro de recursos públicos que se comete con la bendita intención de ayudar a los desempleados. Porque la conclusión que se deriva de la premisa de partida es que abordar un problema radicalmente moderno con recetas y políticas a caballo entre los siglos XIX y XX es un camino seguro hacia la desorientación y hacia el fracaso. Si las actuaciones que ponen en marcha los gobiernos no asumen esta realidad compleja y subjetiva del desempleo, nos acabará pasando, a la hora de enfrentarnos con el mercado de trabajo, lo que les ocurre a los espectadores de la serie «Perdidos»: que a todo el mundo que le dedica un rato le parece muy interesante pero nadie sabe exactamente de qué va.

(*) Es politólogo y miembro de la Junta de Gobierno del Ilustre Colegio Nacional de Doctores y Licenciados en Ciencias Políticas y Sociología