Dejados atrás los años ochenta con esa insistencia sociosicológica de explicar todo comportamiento humano como producto de la influencia ambiental y familiar, hemos llegado por fin a contemplar los hechos biológicos que irrefutablemente nos incitan, nos llevan y nos determinan ampliamente para actuar de una manera u otra. Sin ánimo de pasarnos al lado contrario, hemos de admitir que tenemos tendencias naturales como seres vivos y animales que somos, cargados con un ADN y unas hormonas que nos predisponen en lucha con nuestra voluntad. Luego, claro, vienen las persuasiones sociales, los modelos a imitar y toda una serie de aprendizajes dignos de atención.

La testosterona -hormona mucho más abundante en el hombre que en la mujer- es capaz de alterar nuestro humor, incrementa la masa muscular, aumenta el deseo sexual, etcétera.

Ya que se ha puesto en marcha el debate sobre la "castración química" habrá que procurar no caer en el simplismo populista de algunos políticos en aras de la tranquilización social. Quizás pueda quedar claro con algunos individuos, que la presencia desmesurada de testosterona en sus organismos les lleva irremediablemente al delito, al abuso, pero también debe quedar claro que en otros el problema no está en sí mismo en esta hormona sino en su "gestión". En otras palabras, todos los hombres (con niveles hormonales dentro de lo normal) sienten impulsos de carácter sexual gracias principalmente a la secreción de la testosterona, pero, mientras unos "controlan" sus instintos, otros ven trastornada de tal manera su débil voluntad que son capaces de cualquier cosa por satisfacerse. Este segundo grupo podría aumentar tanto como las circunstancias sociales, culturales, legales y psicológicas lo permitieran.

En definitiva, tenemos por un lado a esos reincidentes motivados por el exceso de testosterona que si las cosas siguen así serán "castrados químicamente", de hecho es un método que ya se utiliza. Es decir, a estas personas las "justificamos" por un hecho biológico, no es "culpa" de la sociedad. Son una inmensa minoría. Por otro lado están los demás hombres, la mayoría. Si están bien educados (en el profundo sentido de la palabra), si han aprendido conductas sociales adecuadas, si tienen un desarrollo moral adulto, si dominan sobre su cuerpo, las posibilidades de que comentan un delito sexual se minizarán. De hecho en eso estamos. Con una pequeña pega. En un instituto se puede comprobar con cierta facilidad quienes cometerán una violación (o al menos quienes tienen más posibilidades), lo saben los profesores y los psicólogos de los centros lo pueden corroborar y demostrar. Después llega el fatídico, pero previsible acto y, entonces, una vez en la cárcel se intenta ir hacia atrás para comenzar una reeducación o una instrucción para intentar devolver a la sociedad al delincuente. En el medio de este proceso de sentido común y lógica social, quedan mujeres maltratadas, asesinadas, violadas. Niños atacados sexualmente. Y diversas acciones de estupro que ni siquiera se han intentado evitar.

Los violadores de mañana no aparecen en la sociedad de repente. Nadie sale de la nada. Todos tenemos un historial y una conducta conocida, pero...