Cuidadín, cuidadín con las consecuencias que tendría un referéndum sobre la autonomía leonesa. Lo avisaba, con otras palabras, el sociólogo zamorano Alfredo Hernández en la televisión autonómica, tras precisar que él es fiel partidario de Castilla y León, como lo prueba su trayectoria. Pero eso no le impidió constatar la realidad: que los sentimientos provinciales prevalecen, con mucha diferencia, sobre los de pertenencia a esta comunidad autónoma. Algo que, por otra parte, señalan una tras otra todas las encuestas que se realizan por estos pagos. Y que los responsables de la Junta conocen de sobra. El aviso de Hernández iba acompañado de una previsión sobre los hipotéticos resultados de esa consulta: si se organiza bien y con rigor, en torno al 50% de los votos sería favorable a la propuesta. Vamos, que lo de Cataluña de estos últimos días —que tiene muy poco que ver con lo nuestro— sería algo así como una broma. Y si alguien que se identifica con Castilla y León y defiende el actual estatus, se «teme» que la mitad de la población está por la segregación, por la constitución de una autonomía leonesa, cabe suponer que las expectativas de los leonesistas superan ampliamente ese porcentaje. Unos y otros sabrán en qué basan sus predicciones.

Lo que está claro es que la mera posibilidad de que se realice ese referéndum no vinculante le ha metido el miedo en el cuerpo al Ejecutivo autonómico. Tardó en reaccionar, pero el portavoz y consejero de Presidencia ha salido al paso con toda la artillería: apela a la Justicia y advierte de que esa consulta es ilegal y sólo puede hacerla el Estado. Por supuesto. Igual de ilegal que todos los referéndums que se vienen celebrando en los municipios catalanes, aunque lo de León y lo de Cataluña se parezcan como un huevo a una castaña. Allí se habla y se pregunta sobre la independencia de esa comunidad respecto a España, y por aquí lo que se plantea es el reconocimiento de una región leonesa autónoma y al margen de Castilla, pero siempre dentro del marco constitucional y de la nación española. Y se pide que se pronuncie el pueblo soberano, aunque sea para enmendarles la plana a los «demócratas orgánicos» que hace un cuarto de siglo decidieron por todos la configuración del actual mapa autonómico. Es sólo por aclararlo a mentes todavía más obtusas que la mía —que ya es decir—, sin presuponer que yo esté a favor o en contra de la consulta.

Yo no me atrevería a dar un pronóstico sobre el arraigo del leonesismo, pero ese «canguelo» que les ha entrado a los hombres fuertes de la Junta puede que haga fiables los cálculos del sociólogo Hernández. Fiables en cuanto al provincialismo persistente y, sobre todo, indicativos del rechazo que genera el concepto «Valladolid», que ya ha prendido con más fuerza de la deseada en todo el territorio autonómico, no sólo en León y en Burgos, que son los otros gallitos que se sintieron y se sienten ninguneados en este invento. Que lo miren desde esta óptica. Y que se apliquen el cuento que en forma de consejo paternal les han soltado a los insurrectos leonesistas: «En lugar de jugar a romper el mapa autonómico, lo que tendrían que hacer es preocuparse por mejorar la calidad de vida de los ciudadanos». Exacto. También de los ciudadanos de Zamora, de Salamanca, de León… Mientras existan esas diferencias de casi treinta puntos en la convergencia económica entre unas provincias y otras, mientras las desigualdades sean tan abismales, la consolidación de la Comunidad sólo será una quimera. Si a estas alturas de la película todavía andamos así, es que las cosas no se han hecho bien. Y habría que comenzar por reconocerlo.