El «Rías baixas» que, durante muchos años, fue el pasillo parlamentario en el que se cruzaron las cartas de Portugal y España, pasillo retórico y académico de políticos novicios y señores de nuestro país, me devolvió a Galicia donde asistía al descubrimiento de la nueva arquitectura hotelera y al hotel rural como extensión del hotel urbano, vestíbulo local de la hostelería europea.

Ese sentido tuvo porque pasa el eje atlántico del noroeste peninsular, cuyo antecedente prehistórico y prerromano fue el monte de Santa Tecla, cuyos vestigios de los siglos III y II yo conocí en las diapositivas del profesor de Historia del Arte en la universidad de Salamanca, en compañía de Joaquín Robla, inolvidable compañero de Letras y de lucha por la vida.

Bajo el palio amarillo de las hojas muertas, y a la sombra del genio fundador de Manuel Fraga, coincidimos siempre en el sueño y en la voluntad de una España mejor y tuve la suerte de poder ir al lado del citado político en el acto inaugural de uno de los hoteles más preclaros de Vigo, y no se me va de la memoria el recuerdo de sus lúcidas observaciones en su recorrido sobre el horizonte de la hostelería turística de España, pese al vertiginoso ritmo de su andadura y de su visión de la realidad y del futuro.

Era uno de esos momentos en que nuestro país, no sé por qué, comenzaba a interesarse por la cultura celta, acaso porque en su identidad histórica hay un trasfondo de música de gaitas, como podría yo comprobar en mis visitas a Edimburgo o a las leyendas del lago Ness. Por aquel entonces, la pintora gallega Carmen Gómez Pérez Neu acababa de pintar en un cuadro que por su categoría debía encontrarse en el Museo de Arte Moderno, auténtica calidad contemporánea. Su padre, el banquero Nogueira, era no sólo el patriarca sino también el depositario de los gallegos que habían emigrado del Ribero orensano y su hija Carmen una tenaz continuadora de la tradición pictórica gallega, que había contemplado los desfiles procesionales de la Semana Santa, pintó en un bello cuadro a un capirote de una de las cofradías zamoranas, pero sólo en su geometría, sin cuerpo, sólo símbolo del espíritu del cofrade. Carmen Gómez Pérez Neu militó en la vanguardia de la pintura femenina de España y como se encontrara con dificultades para reproducir la vestimenta indígena convirtió a sus mismas hijas en ficticios modelos que posaban para las escenas de sus cuadros, y yo imagino un pase póstumo de estas modelos en algún pasillo recreado en las ruinas zamoranas de El Pedroso entre los bloques de granito y en torno a la torre hueca y al círculo de la casa. Yo mismo escribí un libro dedicado a la pintora orensana y me sigo preguntando dónde estará la Piedra del Destino, originaria de la Tierra Santa y los huesos de San Columbiano, quien fundó el importante centro cristiano en la isla de Iona, eje de las tribus cristianas escocesas. Son datos fundamentales que es necesario conocer y que nos ayudarían a comprender el proceso de esta eclosión del mundo celta que repercutiría en muchas localidades de España, y de Orense mismo sin ir más lejos, donde un concejal de festejos realizó un Festival de Música Celta, y merece citar su nombre por los muchos servicios que ha prestado a España en el Ayuntamiento, Manolo Rego.

James Joyce terminaba su «Retrato del artista adolescente» con palabras puestas en labios de la madre: «Salgo a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia de mi raza».