Hace tiempo en un programa de radio nocturno, dedicaron una hora a la apasionante temática del lobo. La sorpresa del director de aquel espacio fue cuando se colapsó la línea telefónica con las llamadas de mucha gente que quería contar sus experiencias dejando constancia de historias que por oídas tantas veces han acabado convirtiéndose en verdad. Tanto fue el éxito de la emisión que durante dos días le dedicaron varias horas al tema, analizando desde distintos aspectos su controvertida supervivencia junto al hombre.

En la publicación «Renacimiento» que hacían unos entusiastas alistanos en Alcañices y en la que colaboré en varias ocasiones ya me atreví a dejar constancia de mi opinión sobre el mítico animal, seguro que discutible, como no puede ser de otra forma, cuando está por medio la lucha de una especie carnívora con los pequeños pastores zamoranos.

Un familiar mío que pastorea por el amado terruño de Figueruela de Abajo, me hace saber algunos detalles que delatan la injusta actitud de las instituciones públicas con quienes sostienen y cuidan con desmesurado mimo la tierra. Tal es su cariño y enamoramiento de aquel entorno que se curte en el viento escultor de la Sierra de la Culebra, que un día dejó la certidumbre de un buen trabajo en la ciudad para volver definitivamente al manso refugio del pueblo. Su filosofía de la vida es un bastión esencial que razona especialmente desde una sabiduría que da la soledad del pastoreo ante un paisaje que abraza intemporal su sombra por los solitarios senderos de Aliste.

Ricardo González Cunquero, del que me siento orgulloso ser primo, me refería que el rebaño acababa de ser atacado, en su presencia, por el lobo y que una de las mejores ovejas tenía que ser sacrificada sin indemnización de ningún tipo. Me hizo saber la injusta obligación de tener un seguro con franquicias que no sufragan en ningún caso estos pequeños desastres, que como cuentagotas van mermando la paciente actitud de los buenos pastorcicos de Aliste. Indignas normas que salen de los despachos enmoquetados, donde se legisla sin contar apenas con los expertos ganaderos que curten la desazón de su experiencia en el más injusto de los olvidos.

Ricardo no arremete contra el lobo salvaje de siempre, el que teme al hombre con solo oler en la gran distancia su tufo a ser supremo del eco sistema. Es más, mi primo, me lo ha dicho muchas veces, entiende que el lobo debe coexistir con los rebaños en las zonas que han sido siempre su hábitat natural.

Pero este lobo, que hoy campa amanerado quizás por los cuidados que recibe, ha aprendido a acercarse a los pastores sin miedo, desde la aleccionadora proximidad y confianza que percibe seguramente de quien le cuida y alimenta.

Doy por hecho que esta teoría puede ser discutible, pero lo cierto es que en la Sierra de la Culebra los lobos diezman los ganados, mientras los pastores callan impotentes ante la indiferencia de las distintas administraciones públicas que miran hacia otro lado. ¿Por qué no han de indemnizarse las acometidas del lobo en cualquier lugar que sucedan?

¿Por qué ha de darse ese insufrible papeleo que solo busca regatear unos miserables euros?

Hemos de tener muy claro que el lobo ha de ostentar sus derechos, pero la supervivencia de los moradores que aman y entienden como nadie la tierra, merece justas contrapartidas que reconozcan su esfuerzo al mantener iluminada la llama de la vida en unos pueblos que en muchos casos padecen la desidia de unas instituciones que siguen dando la impresión de existir sólo para mantener el momio de los elegidos.

Mientras tanto los pastores de la Sierra de la Culebra seguirán sacrificando parte de sus rebaños en silencio. Es más fácil esta conformista actitud que meterse en el pastoso proceso que ha de llevarse a cabo para constatar que ha sido el lobo la causa de estos continuos ataques que por las causas que expongo no constan en ningún procedimiento oficial.

Pagar un seguro que no va a cubrir esas pequeñas pero constantes pérdidas, cuando se sabe de sobra que un pastor y sus perros van a defender el rebaño a muerte, se me antoja, como otra de esas necedades que marcan a fuego el abandono que siguen soportando muchos pueblos de nuestra comunidad autónoma.

De todos modos, dice Ricardo, mi primo, que la libertad que él disfruta al sentirse dueño y señor del campo, sin huellas de prisas, ni horas que marquen monótonamente, como en la ciudad, el tiempo, merece la pena. Aunque para ello haya que seguir luchando contra la adversidad que marcan quienes seguramente ni saben ni conocen lo que solo pueden aprender quienes exprimen con sudor la dureza del terruño.