El pasado 19 de julio, a las 7.44 de la mañana, me encontraba a 14 metros de la cumbre del K2 (según indicaciones del GPS); una superficie hueca y deslizante de hielo del tamaño de medio campo de fútbol, dispuesta de manera inestable sobre nieve dura, me impedía seguir avanzando con un mínimo de seguridad... aunque, para mí, la cumbre estaba hecha. Son muchos los sacrificios y centenares las horas de preparación y sufrimiento las que se esconden detrás de ese momento, y visto desde la frialdad de la distancia, resultan excesivos los riesgos vitales que el hecho conlleva. ¿Para qué? Es difícil contestar a esta pregunta desde la objetividad, dentro de la burbuja de lo absurdo; quizás allí arriba es el mejor sitio para mirarse a uno mismo por dentro y llegar hasta las esquinas más ocultas de esa posible alma.

La ascensión al K2 es un juego de póquer, en el que participan dos tipos de jugadores: los que atacan y los que esperan. El problema del circo de los «ochomiles» es que ya casi no quedan jugadores que tomen la iniciativa y, así, los campos base se pueblan de «alpinistas» que lo único que hacen es agarrar un jumar... por lo que si no hay cuerdas no les queda más remedio que sentarse y aguardar. Cuando Martín y yo llegamos al campo base el 27 de junio, había allí expediciones que cumplían con su tercera semana de estancia y habían alcanzado como punto más elevado el campo base avanzado. Aunque lo intento, no sirvo para esperar, por lo que una vez más nos tocó todo el trabajo. Colocamos en cuatro agotadores días toda la cuerda hasta el campo III, situado a 7.400 metros de altitud. Para mí, ya aclimatado del Kanchenchunga, la apertura de la huella y la fijación de las cuerdas me sirvió como magnífico entrenamiento para la cumbre, aunque uno ya se siente cansado del abuso.

La ascensión del K2 requiere de una atención exquisita desde el primer metro hasta la misma cumbre. Cualquier mínimo error o descuido se paga con un accidente, la mayoría de las veces mortal. El mismo día de nuestra llegada al campo, un amigo italiano se mataba en sus laderas al caerse por un simple tropezón con los crampones. Por ello, el desgaste físico y psicológico al que uno se ve sometido es muy grande. La climatología es muy inestable y cambia con gran rapidez, por lo que hay que estar siempre atento a pequeñas ventanas de buen tiempo, que nunca suelen durar más de uno o dos días. Los campos de altura se sitúan en laderas peligrosas e inclinadas que requieren crampones o cuerda simplemente para hacer tus necesidades. El campo base se encuentra en el glaciar del Baltoro, alejado cinco días de las poblaciones más cercanas, lo que hace complicada la llegada de alimentos frescos. Por todo ello, su escalada te consume y agota a una velocidad mayor que cualquier otra montaña. Me ha hecho mucha gracia lo publicado acerca de mi segundo intento «para pasar el tiempo». Nunca ha habido segundo intento; solamente el deseo de ayudar a los compañeros que no habían conseguido alcanzar la cumbre, y nunca con la idea de volver a subir en sólo una semana, pues al menos para mí es algo completamente imposible. Siento que mis compañeros no hayan podido alcanzar el sueño, y lo siento especialmente por Gerlinde, que se merecía esta cumbre más que nadie. A mí me acompañó la suerte, a la par que asumí un riesgo que visto desde la frialdad de la butaca se me antoja excesivo.

Durante mi estancia dos muy buenas amigas morían en montañas cercanas. La coreana Miss Go sufría un accidente en el Nanga Parbat. Había escalado con nosotros el Kanchen la primavera pasada y se trataba de una alpinista jovial y simpática. En el cercano Broad Peak se mataba tras una caída mi muy buena amiga Cristina Castagna; ella era la persona que me descubrió vagando por el plató glaciar del Daula después de mi accidente, contribuyendo de manera decisiva a mi rescate. Demasiadas muertes, demasiados accidentes para un deporte quizá demasiado invadido por el virus de la publicidad, los medios, los «sponsor». A ellas dedico mi esfuerzo, como también a mi hermano Iñaki, que tanto lloró en su cima, tanto que pensó iba a deshidratarse. A él se la debo en gran parte, a él que volvió a visitarme de cerca en sus afiladas laderas.