Cuando por aquel entonces se entraba en Zamora viniendo por Tordesillas, lo primero que le llegaba al visitante, apenas pasado el Alto de los Curas y según se iba aproximando a la ciudad, era el dulce olor de la fábrica de galletas Reglero, situada en pleno centro, allí por los límites que fueron de la muralla histórica y frente al moderno enclave de La Marina. Era un olor acogedor y grato que acompañaba en el recorrido, que nunca se hacía molesto ni empalagoso y que resultaba, en cierto modo, como un perfume personal y personalizado de Zamora y los zamoranos. Era la fábrica de Reglero, que llegó a tener más de cuatrocientos trabajadores en ocasiones, la empresa emblemática de la ciudad. Sus productos tenían un amplio mercado nacional y sus galletas gozaban por su calidad de merecida fama y hondo prestigio en un sector competitivo. Tal vez su característica más destacada para el consumidor, dentro del amplio y variado surtido, era que aquellas galletas, al contrario que la mayoría, no se deshacían al mojarlas en la leche o el café con leche e iban a parar a la boca en vez de a la taza. Que no era poco mérito.

Pero aunque se trataba de una empresa de la que eran titulares también los hermanos, era Pepe Reglero quien llevaba personalmente la producción y gestión. Hasta que se retiró, hace veinte años sobre poco más o menos y vendió la fábrica, que fue traslada a Toro. Ahora, Pepe ha muerto, en la madrugada del domingo, entre el dolor de los suyos y el pesar de sus muchos amigos y conocidos. Le conocí hace exactamente veinticinco años cuando llegué a Zamora para dirigir «El Correo» que había pasado a ser propiedad de un nutrido grupo de empresarios de la ciudad y del cual pronto sería Pepe presidente de su consejo de administración. El nuevo diario independiente, cuya vieja cabecera se une a «La Opinión», reanudó su publicación el día de San Pedro de hace un cuarto de siglo y aquella noche la pasamos todos en vela, cerrando páginas y tratando de hacer que la rotoplana funcionase. Porque si el periódico y la empresa eran distintos, igualmente lo era la totalidad del personal de talleres, muchos de los cuales hacían por primera vez una publicación de tales características. Allí estuvo Pepe Reglero esa noche, hasta casi el alba, dando ánimos, que nunca le faltaban. Y con él otros empresarios que sería largo enumerar. Luego, Pepe, cada día, durante varios años, me llamaba cada tarde, cuando acababa en la fábrica, y hablamos de todo, de cualquier cosa, empezando por el periódico, en largas y entrañables parrafadas. Los sábados, por la mañana, tomábamos el aperitivo con las mujeres, y con las mujeres íbamos a la fiesta de La Hiniesta o a su finca de la carretera de Salamanca o a comer en su natal Moraleja algún domingo.

La vida siempre acaba mal, porque acaba en la muerte y además la mala suerte pareció cebarse en Pepe desde que se jubiló. Una traicionera caída y una taimada depresión pusieron freno a su habitual dinamismo y vitalidad, aunque a veces se recuperaba y volvía a aflorar el Pepe de siempre. Ha sabido resistir hasta el final. Y se ha ido dejando a los suyos y a quienes le conocimos algo así como ese recuerdo, ese regusto y dulzor que emanaba de la fábrica de galletas.