No por esperada, la pérdida de una vida deja de causar dolor de sentimiento y desazón en la garganta. Si el llamado a pastorear en luengas campiñas es un hombre bueno e íntegro como el sacerdote Alfonso Cirac, la pérdida se antoja difícilmente reparable. En la cartera, pegada al corazón, guardaba Don Alfonso la estampa de un cuadro de El Greco que yo admiré cientos de veces con asombro infantil en la iglesia de mi pueblo. San Ildefonso, sentado en su oratorio de la Catedral de Toledo, escribe bajo una luz intimista y busca inspiración en una imagen de la Virgen de la Caridad de Illescas. Don Alfonso, embutido en su gorra y en su abrigo negro, cubierta la boca por una bufanda, caminaba por la Rúa este invierno a pasitos cortos, como si ya levitara, con hambre de otras alturas. Abrió la cartera y me enseñó esa estampa, tan querida por él, tan preciada por mí. "A ella me encomiendo", me dijo. Y siguió su paseo entre rezos. Ojalá que la tierra le sea leve.