Un ciudadano, que había sido comerciante, paseaba tranquilamente por una plaza del Casco Viejo zamorano, una vez pasada la Semana Santa y sus vaivenes climatológicos; se para en un banco de los instalados en la calle para tomarse un descanso y para lucubrar con tranquilidad sobre su vida y su bienestar, últimamente por eso de la crisis más bien su "regularestar". A su lado, a los pocos minutos, se sienta como indolente un anciano de pelo blanco y abundante, y con sencilla naturalidad, haciendo gala de la experiencia que ofrece la edad provecta, comienzan ambos a charlar sobre el país, sobre las hipotecas y el paro, sobre las pensiones, sobre el problema del terrorismo, los partidos políticos, el gobierno y sus crisis, sobre el botellón, la economía, el cambio de ministros y, ¡cómo no!, sobre Rodríguez Zapatero.

En un momento dado de la conversación, cuando hablaban acerca de los políticos, el más anciano dice con un halo de misterio: «¿Sabe usted? Pues yo creo que el presidente Zapatero es como un pulpo encaramado en la punta extrema de un obelisco. Yo así lo veo».

Tras un silencio en el que se percibe duda y extrañeza ante el comentario de su acompañante, no acabando de saber qué quiere dar a entender con esa comparación, le pregunta al otro con cierto rubor: «Y ¿qué quiere decir usted con eso de un pulpo encima de un obelisco? ¿No es raro?».

El anciano responde con una sonrisa llena de sarcasmo aparentemente ingenuo: «Vamos a ver. Si usted va paseando por una gran ciudad como Madrid o Barcelona y en una plaza descubre encima de un obelisco, de esos que se suelen colocar en el centro de una rotonda llena de tráfico, en la Castellana o en la Diagonal, un pulpo moviendo sus tentáculos y ventosas sin provecho ¿qué cree usted que deduciría? Piense, piense?».

El desconcierto y la incomprensión del compañero de banco del anciano era notorio; entonces el viejecito agrega amablemente: «Primeramente, usted no sabría ni entendería cómo ni por qué un pulpo pudo llegar y pudo encontrarse allí. Después pensaría que no puede ser que esté allí. Más adelante, al tener certeza de que sí está, deduciría que el cefalópodo no pudo subir allí él solo, que lo subieron. Al fin, usted pensará, en buena lógica, que no debería estar allí, que es absurdo, pero también llega a la conclusión de que el pulpo no va a poder hacer nada mientras esté allí arriba moviendo las patas. Por tanto, lo verdaderamente sensato y coherente -acabará usted pensando- será ayudarlo a bajar. ¿No? Pues eso?.».

«¡Hombre!, -apunta el comerciante-, es que es un ejemplo un poco chungo ese de un pulpo en un obelisco?».

«Pues ponga usted lo que quiera: un tiburón nadando en el Sáhara, una gacela sobre un témpano del Polo Norte o un escarabajo pelotillero en medio del Océano Indico? El resultado será el mismo. Y así pasa lo del Banco de España y lo de la Fiscalía General y lo de Sarkozy?, -subrayó sonriendo pícaramente el anciano-». Tras eso, se despidió educadamente y se marchó en dirección a la Catedral a mirar las obras del Castillo y del Consultivo como cada mañana para ver si así adelantaban algo. El otro quedó pensando en qué podría hacerse para bajar un pulpo de un obelisco.