Ante todo, ¡felices pascuas! Atrás quedaron los lutos de la pasión, porque el Señor ha hecho nuevas todas las cosas. Y, como el pueblo de Israel, por la primera luna llena de primavera tocamos y cantamos, porque es nuestra fiesta (cf. Sal 80, 4). Y digo yo que ahora a nadie le importará ponerse los famosos lazos blancos, porque al fin y al cabo el blanco es el color de la pascua, de la nueva vida, del bautismo, de la luz, de las romerías y de las rosquillas glaseadas. Y repito, a nadie le importará ponerse lazos blancos de pascua, porque la Semana Santa nos reconcilia a todos y atrás quedan polémicas estériles y estúpidas, polémicas que algunos se han encargado de alimentar buscando el propio interés. En cualquier caso, señoras y señores, el Resucitado es también el Crucificado y lleva las marcas de su pasión. Y lo mismo pasa con lo de los dichosos lazos blancos, que han dejado huella. Porque la cuestión no es si estoy a favor o en contra del lazo blanco -por otra parte, la cruz es el distintivo cristiano por excelencia y no haría falta ninguno más, como alguien ha señalado inteligentemente- sino entender que no se puede ser católico en compartimentos estancos: lo que creemos, lo que vivimos, lo que oramos y cómo nos comportamos son inseparables. Y esto supone preguntarnos por el futuro de nuestra Semana Santa. En este mismo periódico se ha planteado la cuestión de diversas formas y desde diferentes puntos de vista. Me quedo con la opinión aquí vertida por un amante de la Semana Santa, que habla desde la convicción de que la historia es maestra de la vida: nuestra Semana de Pasión no puede quedar reducida a mero fenómeno cultural, hay otros espectáculos más atractivos. Cuando el pasado viernes santo Benedicto XVI dirigía la palabra a los peregrinos de Roma congregados en el Coliseo para rezar el Vía Crucis, algunos de sus pensamientos nos vienen que ni pintado. Decía el Papa: «La pasión dolorosa del Señor Jesús suscita necesariamente piedad incluso en los corazones más duros, ya que es el culmen de la revelación del amor de Dios por cada uno de nosotros». Privar a la Semana Santa de su identidad religiosa la vaciaría de sentido y nos dejaría con-sentidos, es decir, encerrados en nuestras miras estrechas, incapaces de alzar la cabeza y mirar al cielo para descubrir la auténtica esperanza, la fragancia de la trascendencia, el rumor de Dios. El tema de los lazos blancos ha puesto el dedo en la llaga -nunca mejor dicho- y ahora nos toca a cada uno de nosotros poner en juego nuestro compromiso personal para que estos siete días de pasión y gloria zamorana sean realmente esto: una Santa Semana. Y hay que darse prisa. Dentro de poco vuelve a ser Semana Santa...