Pese a que con el paso de los años todo se torna superlativo, a los que venimos de la generación del botellín nos sorprende, a veces de manera poco grata, la extendida práctica del botellón. Beber suelta la lengua, vuelve locuaz al tímido y enciende al apagado, aunque en exceso apaga determinados encendidos, pero, en defensa de los chavales, cabe reconocer que cualquier vicio es permisible con moderación. Más la libertad de beber en la calle tiene algunos límites, como respetar el sueño apacible (lo que no ocurrió la madrugada del Jueves al Viernes Santo en el casco antiguo) o causar daño al mobiliario urbano. Y mucho menos campar a las anchas de la melopea por encima de restos humanos de un yacimiento arqueológico. Serían unos cuantos los responsables de tal desaguisado, pero flaco favor le hicieron a la tolerancia de la mayoría con un modelo de divertimento que empieza a cansarnos a todos, incluso a los que hemos sido jóvenes.