Este buen hombre que traigo al papel recordaba una estampa antigua de pobreza. Un personaje de los que Pío Baroja acertaría a identificar por la pinta, habilidad deductiva de la que presumía con razón el novelista. Caminaba el curioso sujeto por la acera de los pares de San Torcuato, arrastrando un carrito de la compra desvencijado de una rueda; vestía americana de paño grueso, lavada y en buen uso; se cubría con gorro de fieltro; ninguna prenda casaba, pero a la ropa usada que Cáritas distribuye no se le puede exigir semejante gollería; basta con que luzca limpia, no manida ni zurcida, digna en definitiva: Cáritas ha conseguido el milagro social de que la ropa que da no denuncie al necesitado; pues suele ocurrir que a veces la pobreza duele más por lo que humilla. Por las trazas me atrevo a suponer que el individuo del relato percibe una modesta pensión de esas que llaman "no contributivas", come todos los días donde lo invitan y a su manera disfruta de una vida más o menos perra, esto es, corriente. Entonces, ¿por qué llamaba la atención? Me di cuenta cuando una señora rezongó al paso: ¡Lo que no haga el vicio...! El hombrico se agachaba a cada poco, cogía algo del suelo y se lo guardaba en un bolsillo de la americana. Pásmense: Recogía colillas.

Hasta tal extremo ha llegado la crisis. ¿Qué se hizo del cacareado Estado del Bienestar? Porque la estampa hoy insólita del colillero fue la expresión más clara de las penurias de la guerra y posguerra cuando estaba racionado el tabaco de picadura, el famoso cuarterón. La zamorana Ricarda, su legitima, se lo llevaba cada tarde a Gila, en medidas porciones, al madrileño "Café Varela". La necesidad agudiza en ingenio; tal el caso del pícaro Guzmán de Alfarache. La escasez y carestía del tabaco propició en los años de la cartilla de racionamiento el consumo de colillas. Y se estableció la industria de la colilla: recogida, selección, manipulación y venta. En las estaciones del metro madrileño, ofrecían un entretenido espectáculo unos muchachos de rara habilidad, dedicados a recoger sin peligro alguno, colillas de las vías. Iban provistos de un curioso artilugio consistente en un pequeño disco de madera provisto de un pincho y atravesado por un largo cordel. Desde el andén, el muchacho arrojaba el disco de madera sobre la colilla con precisión tal que la clavaban en el pincho, luego tiraban de la cuerda desprendían la colilla ... y, según le oí a uno de ellos, «a por otra, Prisco, que ésta ya cayó en el bote». La recolección de cada día era llevada a la "fábrica de transformación".

En Barcelona el tratamiento de las colillas se hacía al aire libre, en la calle, ante los ojos del espectador curioso. Al final de Arco del Teatro tenían establecida su negocio una docena de "industriales" que en corro, sentados en el suelo manipulaban las colillas que ponían a secar sobre hojas de periódico. El de mejor labia ponderaba el artículo al cliente probable: Lo tenemos de rubio y lo tenemos de negro (era el mismo pregón de doble sentido, de las estraperlistas de tabaco); de colillas de puro habano, y de rubio americano, de "Bubi", de "Ideales", de "Caldo de gallina"... todo bien seleccionado y correctamente purificado; aquí no se admiten colillas con babas de viejo, aseguraba el tipo. Mientras, los operarios se daban a la faena: unos deshacían las colillas; otros las revolvían y regaban con un líquido, probablemente desinfectante; otros envolvían el producto en cucuruchos de papel de estraza que otros vendían al fumador de colillas, casi siempre vergonzante. No sería correcto saludar como un síntoma esperanzador la vuelta del recogedor de colillas, ya sean éstas para su consumo personal o para la venta a otros quizá más pobres que él. Como en el epigrama del pobre que recogía las hierbas que otro había arrojado.