Andan cabizbajos, con tortícolis de tanto mirar al cielo. No llueve y el campo está pálido, la enfermedad se nota en la piel amarronada que sufre eccemas con enormes costurones rastreros de escamas pálidas. Los agricultores están inquietos, tristes porque hace casi dos meses que no llueve. Un remojón de alivio el primer fin de semana de marzo y se acabó. Desde principios de febrero no se ha puesto a la tarea en serio. Las primeras semanas del año fueron húmedas, pero no servirán de medicina para el campo si después marzo, abril y mayo no acompañan. Y los principios no están siendo buenos. En general, el año hidrológico, que se inició en octubre, ha venido escaso por estos pagos. Por debajo de la media. Se nota menos porque los embalses están casi llenos por la abundancia de nieve en las montañas y la campaña de riego está asegurada.

Los sembrados de cereal están sufriendo. Las sementeras tempranas aún más que las tardías. Hombre, no insistas mucho, que pase esta semana, salgan las procesiones y después que llueva, le digo a mi amigo Ángel, que está nervioso y dice que no duerme desde hace días viendo como se está marchitando la cebada. «Qué llueva ya, cada uno pide para él. El problema es muy serio y si no cae un chubasco pronto, todo se habrá perdido. Urge, que llueva...».

Los intereses, a veces, son tan contrapuestos que si alguien tuviera que atender las peticiones de unos y otros, se volvería loco y seguramente optaría por el camino del medio. O sea dejar que la naturaleza haga lo que se le supone. Como cuando llueve dicen que hacen los que viven en Madrid. ¿Y qué hacen?, pregunta el curioso de turno: Está claro, dejarla caer. Pues eso.