Que sea un hombre solitario no significa en absoluto que no valore la amistad. Mi problema es que carezco de la regularidad que se necesita para mantener cualquier relación afectiva a lo largo del tiempo. Para ser sincero, también me falta entrega, esfuerzo, tenacidad, tres virtudes que, en cambio, he tenido a raudales para cometer los errores que me dejaron poco a poco sin verdaderos amigos. Supongo que habría sido distinto si me emplease en el afecto con el mismo entusiasmo con el que me emplee siempre en la celosa conservación de los vicios. Empiezo mis relaciones con auténtica fogosidad, con verdadera devoción, pero enseguida aparecen la angustia y las prisas, el tedio, el desengaño y, al final, la maldita indiferencia. Es como si en el momento más agradable de un esfuerzo, en el paroxismo del sexo, de repente me asaltase la desalentadora idea de que tanto empeño solo va a servir para que el sudor me enfríe de repente la cabeza. En una ocasión soñé que triunfaba como actor en Hollywod y que en el mejor momento de mi carrera el productor Jack Warner empeñaba sus estudios para asegurarse de que Rita Hayworth fuese mi "partenaire" en una película con la que estaba convencido de que los cines tendrían que darle doble ancho a sus taquillas. Rita accedió sin poner objeción alguna, incentivada sin duda por la suculenta oferta económica del señor Warner, pero alguien le susurró en el vestíbulo del Hotel Ambassador la poca consistencia emocional que por lo visto demostraba en las escenas de amor el actor elegido para darle la réplica. Por mediación de Harry Cohn, se reservó una mesa a nombre de la productora y Rita y yo nos encontramos cenando a solas en un restaurante de Rodeo Drive en el que incluso estaban en francés los mentolados carraspeos del maitre. Ella pidió "cualquier cosa que solo engorde la cuenta" y yo, a instancias del maitre, acepté la sugerencia de degustar un pescado enjoyado con verduritas de azúcar y redondeado con un sirope que parecía la firma de un sismólogo. "Me han dicho que no pones entusiasmo en las escenas de amor", me espetó Rita casi sin inmutarse, contenida, hasta diría que fría, acaso distante, no sé, yo creo que convencida de que mi franqueza confirmaría sus temores. "¿Es cierto eso?", insistió. "Algo hay -contesté- pero es un defecto que se puede corregir. Somos actores, cielo, no ecuaciones. A ti te nace el pelo más cerca de las cejas y Orson Welles supo corregirlo. No soy frío, sino inconstante. Me aburre la duración de las cosas, eso es todo. Lo que verdaderamente me interesa de la luz del día es la puesta del sol. Un beso demasiado largo es tan aburrido como un número capicúa, no sé si me entiendes". A pesar de sus papeles en el cine, Rita era una chica con clase y había aguantado a tipos peores que yo, pero como aquello era un sueño, no se anduvo con rodeos, pidió que le trajesen su estola, dio media vuelta y me dejó plantado y sin oxígeno en aquel restaurante exclusivo de Rodeo Drive en el que el carísimo menú sonaba como una elegante blasfemia al pronunciarlo. Al día siguiente me presenté en el despacho del señor Warner y le pedí explicaciones. Fue inútil. Me respondió con un par de evasivas, y por si me quedaba alguna esperanza, zanjó mi sueño con una decisión que no dejaba lugar a dudas sobre sus preferencias: "Es Rita, muchacho, Rita Hayworth. Ella es la que manda. Así son aquí las cosas, hijo. Esa chica podría partir en dos las espaldas de Burt Lancaster con la afilada guadaña de esa cintura que mismo parece pensada para llevar en ella el confitado sudor de su ombligo y dos pulseras. La señorita Hayworth no quiere saber nada de ti. Dice que la película saldrá delante de todos modos y que abarataremos costes si en vez de contigo, la emparejamos con un muñeco de nieve". Rita rompió nuestra relación y yo rompí con el cascarrabias de Jack Warner. Desperté entre triste y aliviado. Triste, porque me habría hecho ilusión que se me durmiesen con hambre los labios en la boca dietética de la señorita Hayworth; y aliviado, ¡qué demonios!, porque no creo que valga la pena conservar la amistad de una mujer que se levanta de la mesa antes de que puedas decirle que no es en absoluto elegante que una señora plante la cena sin dar siquiera tiempo a que en el monótono palíndromo de la espera haya enfriado en caliente la redundante reverencia del maitre. No sé... a veces tengo la sensación de que mi sueño de aquella noche me sirvió al menos para dejar impunemente un pufo en aquel restaurante exclusivo de Rodeo Drive en el que yo creo que la cena resultaba tan escasa porque entre la mejor sociedad de Los Angeles era costumbre que cenasen allí los más refinados sibaritas del hambre.