En el escaparate de un estanco veo una tarjeta postal en la que se reproducen imágenes de Zamora. La tarjeta postal de nuestra provincia no se ha pasado de moda, y el recuerdo es inevitable. Recordamos para seguir viviendo, porque el presente es pasado y futuro. Yo recuerdo como si lo estuviera viendo, el cuadro que pintara Mostajo senior, que fue un motivo de inspiración de la primera tarjeta postal de Zamora, "primos de modernis" como se calificaba a un obispo en una vieja Guía de Zamora.

Mi primera fuente de lectura estaba en la "Librería religiosa" contemplando sus escaparates, y en realidad allí nació mi primer libro de versos, "Duero verde y maduro", que prologará Sánchez Mazas y que comentará Ramón Faraldo. En él figura un poema en el que se describía la Catedral así: "Concha marinera y cóncava, espuma sonora y blanca, decorada con campanas, bizantina y delicada, como la inicial del Sanctus en un misal sobre el agua". Creo que esa fue mi primera tarjeta postal de Zamora, una ciudad "silenciosa y perdurable, con ademán de pensativo otoño", añadía yo, influido acaso por lo que oía en casa. Leer es necesario, pero entristece y cuanto más se lee, la tristeza es mayor, y a eso viene a parar la felicidad de la cultura. Al cabo del tiempo, los límites de la cultura añaden dudas e incertidumbres, se multiplican las preguntas sin solución, y las imágenes de las postales nacidas de la pintura de Mostajo, un periodista de "El Correo", eran ya un museo, no el de las "tres horas en el Museo del Prado" de D´Ors, sino del Museo de la Semana Santa; no sólo influencia del tiempo sino presentimiento del futuro. Otro periodista zamorano, Segismundo Luengo, colocado ya en la vanguardia de los escritores, prepara ya una nueva novela. Entonces, y siempre, ha sido el Duero espejo de Zamora, mirador fluvial de su historia, que ahora es ya otra, pero que crece, paso a paso, con su hermosura natural, tal como es, como ha sido y como seguirá siendo, si los zamoranos lo deciden así. Es el pueblo el que goza y sufre la ciudad. No voy a repetir la vieja letanía de las conocidas referencias, hijas de la pereza, pero sí quiero hacer una excepción con Claudio Rodríguez porque fui uno de sus muchos amigos y pude compartir con él no pocas malicias del pensamiento, pero creo que han sido los poetas zamoranos quienes han descrito mejor que nadie -en muchos de los poemas de Tundidor se desvela el secreto del misterio de Zamora- la geología profunda de nuestra tierra que es el aliviadero de los embalses de la compasión. Los versos de los poetas son subjetivos, pero en su subsuelo se oculta la raíz moral y sentimental de Zamora, lo que podría definir su condición de ciudad tranquila, aunque en la superficie son muchas las cosas que en ella se ocultan, muchos los recuerdos que, pese a su entraña nostálgica, deben de ser olvidados muchos de los versos que quisiéramos que se nos hubiesen ocurrido a nosotros, pero a unos y a otros nos une el amor a la misma tierra. Su opaca y monótona gravedad la llevamos en los huesos y forma parte de nuestras vidas. No sé si nos conduce a la felicidad o a la infelicidad, pero sí a nosotros mismos: a la apropiación por herencia de cuanto en la historia de Zamora ha sido hazaña irradiante y derecho a la discrepancia y a la estima del valor ajeno. El peligro de ser zamorano está en la falta de humildad para reconocer nuestras carencias. La naturaleza del ser zamorano se oculta como detrás de una neblina. Acaso, entre las tumbas de San Atilano, nuestra ciudad de los muertos, encontremos la iluminación verdadera, esas oraciones y esas esperanzas que a mí me parecen tan eternas como las piedras de la vieja muralla que se exhiben en un escaparate al viajero que pasa.