Algún día, quién sabe, a lo mejor también yo llego a esa etapa, la última en el ciclo de la vida, de la ancianidad. A fecha de hoy, no puedo saberlo. Me gustaría alcanzar con la necesaria lucidez esos años últimos cuando las nieves del tiempo platean algo más que las sienes por las que ya hoy empiezan a asomar los primeros cabellos blancos que las mechas tratan de ocultar, y el paso de los años se apodera del rostro mostrando las experiencias vividas en forma de surcos, en forma de arrugas de expresión por las que discurren la existencia, el tiempo, la vida pasada.

Si llego, también yo seré vieja. Y lo confieso ahora, me gustaría ser bien tratada, como los pueblos orientales tratan a sus mayores, con respeto, con dignidad. Abocada a vivir mis últimos días en una residencia de ancianos, lo de mayores me parece un eufemismo absurdo a partir de cierta edad, pero bien tratada, con gente responsable, vocacional, que haga su trabajo por amor al prójimo y por dinero, el del sueldo, pero no sólo por eso último y pensando en la propina que al final les pueda caer desde el renglón último de un testamento. No me gusta lo que percibo, no me gusta lo que veo en torno a muchos ancianos. No me gusta el trato que se les dispensa, no me gusta la frialdad o la excesiva conmiseración de trato que se les prodiga. Ni tanto, ni tan calvo. Hay un término medio, el más difícil pero no imposible de conseguir, sólo que requiere mayor esfuerzo humano y ese lado es el que no nos gusta dejar aflorar. No estoy de acuerdo con los que predican que no hay que implicarse, desde los afectos, con las personas que se cuidan. Me parece estúpido escupir sobre el propio futuro. Me parece estúpido dejar de pensar también con el corazón, sobre todo cuando se realiza un trabajo en el que el corazón manda. Los seres humanos somos estúpidos por naturaleza y ni siquiera pensando en futuro somos capaces de aplicar principios, aunque egoístas, como aquel que recuerda: "Hoy por ti, mañana por mí". Hoy, por ellos, poco se hace. Mañana, por nosotros, si llegamos, se hará menos.

Aunque algún día habrá que volver a las formas que se han perdido en esta sociedad que empieza a carecer de valores tan fundamentales como el del respeto a los mayores. Aquellas narraciones infantiles, aunque de otro tiempo inmortales, que emparejaban al viejo y al niño, son hoy casi me atrevería a decir que impensables. El niño no tiene tiempo para aprender del viejo. Al viejo se le ha dejado única y exclusivamente como figura del paisaje urbano de tantas plazas, en el salón social de la residencia y en el peor de los casos como parte de un chiste de un verde subido de tono. El desamparo interior en que el ser humano se encuentra cuando han desaparecido la mayor parte de los referentes que le hacían sentir vivo, que le hacían sentir válido no se puede definir. Se puede vivir, se puede sentir, pero no definir. Y tiene que ser triste, y duro, y difícil, supervivir sólo a golpe de recuerdos, que también salen huyendo conforme la edad avanza y hace estragos sobre el cuerpo, sobre la mente y tengo para mí que también sobre el alma. Pero no por eso hay que maldecir la vejez. Es la última etapa a cubrir en la existencia. Unicamente eso. Sólo que la vejez se equipara con el fin, con los achaques, con el olvido, con la soledad cuando en realidad es el deterioro de la mochila física, el estancamiento de la actividad cerebral que se ralentiza hasta casi detenerse. Sin embargo, ya ve usted, es cuando hay que sustituir la obligación por la devoción que nos merecen nuestros mayores, abuelos y padres. Y porque algún día, quién sabe, también nosotros tendremos que cruzar ese desierto hasta el horizonte donde se unen la vida y la muerte.