Con la fecha del 23 de enero, comenzaba para la Corporación Municipal de Zamora un periodo de actividad fuera de la influencia de los papeles, de la vida administrativa, de los proyectos y de las tensiones que la vida pública en todas sus categorías, niveles e instituciones crea a quienes se deciden a la tarea de gobernar al vecino. Tarea noble, aunque acompañada siempre de esas nieblas y sombras que toda obra humana lleva consigo.

Pasada la festividad del Santo Patrón llega la solemne segunda salida de la Corporación, este año por mandato del calendario litúrgico mucho más cerca que otros años: la celebración del Culto de las Cuarenta Horas, una vieja tradición que marcaba dentro de un consenso cívico y cultural la relación del calendario solar, las fiestas paganas tradicionales del cambio de estación y el calendario de la Iglesia, en el que quedaba claro cómo tradición, fe y cultura se armonizan perfectamente, no sólo no son incompatibles sino que se complementan incluso bajo una forma festiva.

El Culto de las Cuarenta Horas servía de preparación de entrada a la Cuaresma. La presencia de la Corporación en los cultos era destacada, puesto que dentro de la Mayordomía, junto al representante del clero secular y del Cabildo, figuraba uno de parte del Ayuntamiento. Y la sagrada Cátedra era encargada durante los tres días a una de las figuras más destacadas de la oratoria sagrada, o de alguna figura joven que comenzaba a destacar en dicho campo.

La parroquia de San Juan mantuvo este culto año tras año a la máxima altura y cuidado de su celebración, y basta repasar la prensa para darnos cuenta de su importancia dentro de la vida de la parroquia y de la propia ciudad.

Las Cuarenta Horas marcaban en la vida y en la actividad parroquial lo que en la calle, con determinadas limitaciones y observancias, suprimía el carnaval. Y se adentraba en la Cuaresma con una decidida vocación hacia la Semana Santa, que era esperada con cierta ansiedad como la gran esperanza, de aquí surgen esas manifestaciones tan decididas de solemnizarla y celebrarla como un auténtico fenómeno social que se nos ha legado y ha elevado, año tras año y década tras década, a ese conjunto semanasantero como manifestación artística de primer orden y de primerísima categoría.

Pasado el ensayo de la Corporación bajo mazas en los Cultos de las Cuarenta Horas, era la Semana Santa la gran manifestación. Pero los vientos no siempre soplan a favor. Los fenómenos sociológicos, de cualquier clase, origen o tendencia, guardan cierta semejanza con los meteorológicos que están sujetos a una serie de influencias que cíclicamente podemos seguir con sus variantes a través del calendario solar o del histórico. Y los ciclos se repiten, pero están marcados de manera definitiva por una serie de leyes que escapan a la posibilidad de cambiarlas. Lo único que se nos permite es su uso y en la mayoría de los casos a hacer un mal uso y someterlos a deterioro de la manera que las ponemos en peligro de alterar su ritmo y su función, y esto en todo los órdenes del poder y del saber. Aquí cuando hablamos de consenso nos referimos siempre a las grandes corrientes o grupos, y sin embargo nos olvidamos de conseguirlo en las cuestiones cercanas que nos rodean, desde la climatología al pensamiento, desde la firme convicción de algo trascendente a la simple celebración de una fiesta o de un rito. Un pichón no hace palomar, sin embargo un búho, o peor todavía un milano, puede acabar con el palomar entero. La celebración de las Cuarenta Horas es una tradición municipal que no debería caer ni en el olvido ni en saco roto.