Hemos de encontrar el tono justo entre el horror y el júbilo. Digamos que se trata de una máxima necesaria para sobrevivir entre las hienas de la política española. Que hayamos tenido que esperar tanto tiempo, dos años desde las autonómicas, para ilegalizar a unos partidos integrados por terroristas, aunque maquillados con la cosmética de la democracia, resulta de lo más descorazonador. Claro que el gran maquillador no ha sido otro que el gran Zapatero, que pactó con Eta las listas electorales de dichas formaciones políticas. No era, por tanto, necesario demostrar su criminalidad. Desde el principio, el Gobierno conocía a ciencia cierta la naturaleza criminal tanto de ANV como de PCTV, es decir, sabía que delinquía al incumplir la Ley de Partidos. Lo mismo que Atucha, el orgullo de su señora, conocía su responsabilidad penal al no cumplir la sentencia del Tribunal Supremo. ¿De dónde, ahora, su victimismo?

Curiosamente, nuestros hombres de Estado, siempre que los socialistas gobiernan, no se dedican a otra cosa que a pasarse por el arco del triunfo la legislación vigente, es decir, las leyes aprobadas por el Congreso, que es donde reside, si no ha cambiado el espíritu de la letra, la soberanía nacional. Pero, ahora, naturalmente, tal es el ambiente de la feria que les conviene ilegalizar los partidos terroristas vascos. Las elecciones generales cabalgan sobre la línea del horizonte y, a veces, no siempre, los españoles son muy suyos a la hora de emitir el voto. La democracia española, lo venimos diciendo desde hace tiempo, es una democracia bolivariana, o sea, bananera, dictatorial y proclive al comadreo entre bambalinas, poco seria, y donde el Gobierno pasa como un gigantesco paquidermo sobre las baldosas rotas de las reglas del juego. El mundo es ya un lugar que da miedo, como si el tropel de derechos que los políticos arrojan sobre la gente no fuese otra cosa que una cortina de humo para ocultar sus fechorías. Y la democracia española, amigos míos, es una mentira que cada año adquiere proporciones demoledoras. El Fiscal General del Estado, por ejemplo, es una farsa sainetesca; el Tribunal Constitucional una sucursal provinciana del palacio de la Moncloa; el Congreso una casa de putas amaestradas por la brujería de ese par de rabizas de la Ezquerra Republicana; el Senado una sauna goyesca para estatuas de escayola; las Comunidades Autónomas unos virreinatos para virreyes con renta vitalicia. Y hay todavía políticos, sobre todo de la izquierda española, que se atreven a criticar a las instituciones americanas, cuando éstas nos dan cada día lecciones magistrales sobre lo que es una democracia en toda regla.

España necesita, urgentemente, no sólo medidas que curen la gripe aviar de la economía, sino a políticos decentes con la firme voluntad de regenerar el funcionamiento de las instituciones democráticas, incluso de modificar ciertos artículos de la Constitución para que garanticen, de una vez por todas, la independencia de los tres poderes. Sin ir más lejos, con un poder judicial independiente, en el País Vasco, no hubiera sido posible la legalidad de estos dos partidos del terror. Ni ciertas declaraciones y actitudes chulescas del lendakari. Pero también necesitamos una nueva Ley Electoral. El Parlamento español no puede caer en manos de minorías nacionalistas, "nunca mais", que basen toda su estrategia en el chantaje perpetuo a las mayorías insuficientes. Naturalmente, todo esto necesita de una alianza, no de civilizaciones, sino de los partidos mayoritarios y nacionales. Una alianza que, definitivamente, ponga las bases de una verdadera democracia. Una alianza que marque sobre la piel del Estado, a hierro candente, las competencias inalienables de la Administración Central, borrando del futuro cualquier esperanza de secesión territorial. Otra cosa sería morir de incertidumbre. Ni más ni menos.