Habíamos comentado el papel provocador que suele tener la arquitectura en las intervenciones que afectan a edificios o entornos antiguos, como lo fue en su momento el caso del pórtico renacentista de la Catedral, que es de un estilo que no tenía nada que ver con lo que era habitual en el país. Actuaciones como la citada, generalmente respondían a planteamientos de origen urbanístico. Es ilustrativo el caso del estado primitivo de la Catedral de Santiago de Compostela, que estaría elevada sobre el espacio libre de la plaza y que con el pórtico barroco añadido en su frente, se resolvió su acceso en clave monumental y a configurar la Plaza, borrando el inicial patrón románico, concediendo patente del estilo barroco al resto de la ciudad, tal y como hoy día conocemos.

Otro caso, en cuanto foco de centralidad histórica y al que nos referiremos en el presente artículo, es la Plaza Mayor de esta ciudad, que se configuró desde el siglo XV, después de una largo proceso, para quedar gravemente alterada a mitad del siglo pasado. Este espacio, actualmente de traza imprecisa, no ha llegado a ocultar las trazas que ostentó en el pasado. Pues se trata de un espacio que ha sido uno de los jalones del eje principal que recorre la ciudad antigua. Además se trata del primer espacio civil que venía a dar la alternancia al primer núcleo de la ciudad medieval, referente del poder real y de la Iglesia. Por eso los Reyes Católicos mandan construir en este solar, que originariamente serviría para mercado, el edificio del consistorio municipal. Este espacio fue tomando forma a partir de su traza medieval y adquirió su forma definitiva en el siglo XIX, llegando a reformarse los edificios existentes para introducir los soportales que vendrían a reforzar su uso comercial. Así hemos conocido la Plaza hasta la mitad del siglo XX y, aunque no tuvo el porte relevante de otras plazas mayores de nuestra geografía, era un marco obligado para manifestaciones de tipo patriótico o semana santero. En el día a día, este espacio privilegiado, por escaso de la ciudad, se abría principalmente a las gentes de los pueblos que subían desde la Costanilla en los días de feria y en donde podían encontrar sitios para comer, cosas que les devolvían a los viejos sabores familiares y a los hábitos de sus paisanos, jugar la partida envueltos por el ambiente del humo de los puros.

Todavía la Plaza hoy conserva trazas características de su forma acabada. Además de la Costanilla, en su lado opuesto nacen otras dos calles que expresan lo más genuino del viejo trazado de la ciudad; se trata de un escenario urbano por el que pasan épocas que no hacen palidecer su antigua estampa. Estos recorridos son de sentido transversal, con relación al largo eje longitudinal que vertebra la ciudad antigua. Un rasgo de este eje de aproximación rural lo constituía el antiguo edificio de Las Panaderas (hoy Nuevo Ayuntamiento), que con un amplio arco aseguraba el rango jerárquico de la Plaza, además de la continuidad entre dos ámbitos situados sobre este eje, ofreciendo con ello una adición al muy justo espacio de la Plaza. La desfiguración de la Plaza se produjo cuando expertos de Madrid deciden que hay que rescatar el carácter de iglesia exenta que tuvo en sus orígenes San Juan de Puerta Nueva. Ello implicaba derribar toda el ala izquierda de la plaza que formaba un bloque de soportales, con lo que el espacio de plaza se ampliaba, pero perdiéndose toda alineación regular con la excepción de las propias de los edificios no afectados por el derribo.

Así quedó una plaza, mitad con restos del trazado medieval pero que, inopinadamente, se renueva con edificios de corte modernista y, frente a la iglesia, otra que presenta una ordenación de geometría regular, en un bloque con soportales de influencia neoclasicista, que sobrevivió a la reforma y que se cierra a ambos lados opuestos los dos edificios municipales. La iglesia quedó descubierta en toda su composición original pero el frente que se ofreció al centro de la plaza puso de manifiesto unas superficies pétreas, con pesados contrafuertes, de visión nada confortable. Para mayor desdicha, el chapitel de la torre, elemento distintivo de las iglesias románicas de la ciudad, se había suprimido en el siglo XIX, antes que corregir su deficiente estructura, acompañando a su demolición la de los dos remates que tenía el tejado del viejo Ayuntamiento.

Existe un conflicto inveterado del monumento-ciudad, en un forcejeo que trata de integrar al Monumento dentro del trazado urbano, para imponer su primacía. Y que es frecuente en el desarrollo de ciudades de origen medieval, como Zamora. Por mano de los expertos, se trata de devolver al Monumento su condición original, cosa que consiguen, -y a veces aciertan- pero a costa de destrozos en el tejido urbano como es el caso que aquí exponemos, y que, en busca de un pasado, nunca se puede alcanzar.

En nuestra ciudad, tan escasa de superficies de espacios públicos, la antigua Plaza Mayor todavía guarda una capacidad potencial de recuperación de las actividades propias como Centro, ese espacio privilegiado de la Ciudad. La función residencial está asegurada, como lo demuestran las promociones de vivienda recientes. El edificio futuro -¿será posible algún día?- con que se resuelva el lado izquierdo de la plaza, se integraría una vez más con el cuerpo de la iglesia para albergar los usos comerciales y de equipamiento convenientes, que hagan culminar las cualidades propias de un Centro y, de paso, rescatar su identidad perdida.