Vivimos en un mundo manifiestamente mejorable y en una sociedad llena de desigualdades. Ocho millones de pobres en la España del bienestar así lo ponen de manifiesto. Las desigualdades tienen como consecuencia, en un porcentaje elevado, la violencia. Parece mentira que todavía hoy existan desigualdades flagrantes que debieran hacernos reflexionar a todos. La vida, que debiera ser fuente inagotable de alegrías, precisamente por ser vida, se torna hosca y sin sentido, basada únicamente en el tener. Y hete aquí que nunca tenemos bastante. Queremos lo nuestro y lo del vecino. Y nada parece importar que no sea el materialismo en el que se educa hoy a la sociedad. Los valores que baraja nuestra sociedad son valores materiales. Encima los medios de comunicación, unos más que otros, en su afán provocador, abocan al materialismos. Las televisiones son un buen y un mal ejemplo a la vez. Existe un cierto desequilibrio en todo el mundo, alentado por el fanatismo que no es solo político y religioso. Otra importante desigualdad a la que no damos toda la importancia que en realidad tiene. Para muchos la solución pasa por imponerse y no siempre por la fuerza que da la razón. Lo verdaderamente importante sería convencer con el diálogo. Tengo para mí que el mundo no está para otro diálogo que no sea el de las armas y el monólogo de las amenazas que profieren unos, Eta y Al Qaeda, a los otros. Son los que con afán de marionetistas, quieren mover los hilos de la vida para cortarlos en el momento que se les antoje. Hablan ellos, los demás escuchamos.

La tarea del diálogo no es sólo competencia de los gobiernos, de los que mandan, la tarea del diálogo debiera ser cosa de toda la humanidad. Unos hablan mientras otros escuchan, para entenderse, luego, los que escuchan deben hacer uso de la palabra y así sucesivamente. Pero siempre hablan los mismos. No se establecen las pautas necesarias para que el diálogo prospere. Los que hablan no escuchan a los otros, los que viven aplastados por las desigualdades, y así no se avanza. Los datos de las organizaciones no gubernamentales dejan entrever un atisbo de esperanza en la lucha contra las desigualdades, pero sólo eso, un atisbo, un pequeño repunte, una ligera señal. Menos es nada, diría el optimista, pero es insuficiente. Los que todo lo tienen son menos que aquellos que nada tienen. Ellos son, si no los que gobiernan, sí los que mandan en la sombra, los amigos ricos que como un mal mayor tienen todos los que gobiernan el mundo. Y no se escapa prácticamente ningún mandatario. Y mientras el rico se enriquece cada día más, el pobre empobrece cada día más. En España los pobres alcanzan una cifra que da qué pensar, ocho millones. Ocho millones de personas víctimas de la desigualdad manifiesta que se produce en la España del bienestar y de la bonanza económica, sólo para el Gobierno, pero no para la ciudadanía que ve descender su poder adquisitivo y, en tantos casos que no se hacen públicos pero que son reales, que están en la memoria por ejemplo de Cáritas, que conoce sobradamente, incluso con nombres y apellidos, quiénes están en el umbral de la pobreza y quiénes lo han traspasado ya.

En el año de la patata, el humilde tubérculo pretende

ser clave para la igualdad de los pueblos. ¡Si dependiera única y exclusivamente de la patata! Son las voluntades, las políticas fundamentalmente, pero también la voluntad de los ciudadanos, las que deben acabar con un problema que ha dejado de ser ajeno a los españoles para instalarse entre nosotros. El problema tiene nombre propio y se llama: desigualdad. Los hechos y las cifras cantan por sí solos.