La lentitud del aparato administrativo siempre ha tenido fama en España. Esta lentitud es de sobra conocida por el contribuyente. La Administración, monstruo gigantesco y descomunal cuyo abdomen traga, absorbe y digiere, con una masticación protocolizada por encima de todo, multitud de casos y toneladas de kilos de papel y millares y millares de expedientes es una fiera empachada de normas, de códigos, de procedimientos. Tal vez, algunos funcionarios se vean presumiblemente prepotentes y otros corruptos. Son tan perniciosos para el sistema como para los ciudadanos de la calle. Reconociendo estos y otros defectos que apolillan nuestro imperfecto modo de vivir en comunidad, sorprende para mal el trajín mediático y político que siempre ha existido con alguna Administración. Está creciendo imparable la aviesa intención. Que se tambalee y caiga la única institución que debiera ser tan ecuánime como independiente: la Administración de Justicia, sobre todo en su vertiente más alta, como es el Tribunal Constitucional. Por lo oído, leído y sentido, las luchas internas están siendo terribles, a causa de su politización. Triste cosa. Y además ahora, las elecciones como telón de fondo. Zapatero y sus mentiras ¿cómo influyen? Conde Pumpido y Garzón no ayudan, precisamente. Y son de la carrera.

En los últimos tiempos, algunos -bastantes- orquestan una campaña para el desprestigio de lo judicial. En nada favorece el futuro de nuestra sociedad: hay quien acusa, hay quien se queja, hay quienes ponen en solfa la transparencia, la honradez y el buen funcionamiento de sus más altos funcionarios. Quienes esto hacen suelen ser políticos, empresarios o comentaristas que se atribuyen la capacidad de opinar sobre todas las cosas y de dar lecciones que nadie les pide. ¿Son de algún partido? ¡Quién lo sabe! Payasetes o figurantes muchos de ellos, meros instrumentos que presentan la escasa libertad que les dejan tener sus jefes o mangoneantes, los pesos pesados de los intereses económicos y políticos.

Se detectan insistentes movimientos, hasta en ministros, que afectan al valor y buen nombre de organismos judiciales. Tradicionalmente muy respetados y considerados por la gente normal, hay que preguntarse quiénes serán los que generan tantos deseos de desconfianza hacia las instituciones y por qué razón. Fiscales y jueces caen a menudo en descrédito. Alguno por politizar su gestión. Ciertos consorcios, trusts, grupos u organizaciones, en algún caso de tufo nacionalista radical, sin cabezas conocidas, son los favorecidos por la circunstancia. No se descubrirían trapicheos en estatutos mal pergeñados y peor aprobados. Ni fraudes de altos vuelos. Ni cimentaciones de grandes empresas construidas acaso sobre tráfico de materias prohibidas o sobre pelotazos urbanísticos de inmensa capacidad. Ni siquiera asesinatos. Si la estructura que debe juzgar los casos está desacreditada, será convencida para la suavidad en las decisiones. Trágico que estos manejos los hagan políticos y personajillos que se creen sabihondos y poderosos. Tienen algún amigo y algo de dinero. Echan leña a un fuego que puede quemarles a ellos mismos al quemar a toda la sociedad. Son tarugos soberbios que piensan con Beaumarchais (autor de "La boda de Fígaro" y "El Barbero de Sevilla") que "los inteligentes son sólo los que piensan como yo". Que sea verdad que la Justicia esté por encima de todo y de todos es deseo universal y unánime en la calle.