Mira, muchacho, deja que te diga algo. Quema la noche hasta la madrugada, sal por ahí hasta que te revienten las costuras y necesites una semana para recuperarte. Eres joven y necesitas soltar la energía atrapada en el cuerpo. Es lógico. Todos lo hemos hecho. Algunos lo seguimos haciendo. Toma unas copas, baila, farfulla, diviértete cuanto quieras sin molestar a terceros. Pero no conduzcas un coche cuando el don de la ebriedad te acompaña. El primer perjudicado eres tú. Sí, yo también he pasado por eso, y sé de sobra que te sientes inmortal. Pero no lo eres. Recuerda que eres mortal, decían no sé dónde. Sólo tienes un pellejo. No puedes mudarlo igual que las serpientes ni posees las siete vidas de un gato. Solemos olvidarlo, pero siempre estamos en la cuerda floja: a un lado, la vida; al otro, la muerte. A la carretera le encanta cobrarse pellejos jóvenes y bebidos. Necesita sangre. Así que no le des el placer. Que se alimente sólo de besos de neumático. Puede que suene paternalista, pero no lo es. Tampoco es un consejo en términos estrictos, sino un recordatorio de tu existencia mortal.

Sí, también lo sé: a veces, con la sangre empapada de alcohol, uno se siente invencible, capaz de heroicidades sin cuento. Pero es una tontería. Si te vieras desde fuera, acercándote al vehículo mientras haces eses en el camino y procuras mantener el equilibrio, verías la estupidez que estás a punto de cometer. Es una experiencia que no necesitas. Mejor que te la cuenten otros. Te la cuento yo, si te place. Vamos allá. Una noche de mi adolescencia, haciendo autostop en las carreteras de Sanabria, nos recogieron dos tipos. Después de subirnos, comprobamos que una curda monumental lastraba sus lenguas. Iban ciegos. Antes de protestar o atrevernos a rogarles que se detuvieran para que bajáramos, el conductor se salió del asfalto y el coche bajó por la cuneta y quedó encallado entre el polvo y las jaras. Salimos en silencio, con los corazones en la garganta y dolor en las cervicales. Abandonamos a los dos borrachos a su suerte. Fue nuestro castigo silencioso. Proseguimos caminando por la carretera, sabiendo que habíamos salvado el pellejo de milagro. Otra noche, hace un montón de años. Iba con un tipo por nuestra ciudad y quiso coger su vehículo para acercarnos a una discoteca. El estaba bastante más perjudicado que yo, y se empeñó, a mitad de camino, en que le sustituyera al volante. No hubo manera de convencerlo. Fue la primera y única vez en la vida que lo hice, y conduje tan aterrorizado, tan tembloroso, tan despejado por la responsabilidad de ponerme al mando que íbamos casi parados. Juro que las viejas y las tortugas podrían habernos adelantado sin esfuerzo. Y no bromeo. Ahora puede parecer gracioso, pero no lo es. Aún me culpo en secreto por dejarme convencer para hacer aquella estupidez. Nosotros llegamos a buen puerto, pero otros no lo han hecho. Nunca volvimos a hacerlo. No volveremos a caer en el error.

No lo olvido: saliste con el coche y, cuando empezabas la juerga, estabas sobrio y ahora debes regresar a tu barrio o a tu pueblo a tu ciudad-dormitorio y estás ebrio. Haz como mis amigos: abandona el coche donde lo aparcaste, pide un taxi, o vuelve a casa a pie. Sí, está lejos, no hay ganas de caminar, te sientes cansado y tienes sueño, pero son pequeños inconvenientes, una ínfima moneda de cambio para poder seguir viendo los amaneceres. Al día siguiente puedes regresar a por el vehículo. Te reirás de todo eso y tendrás el consuelo de no haberte jugado el gañote a la ruleta rusa. Mírame a mí: en la ciudad en la que vivo vuelvo en taxi, en bus, en metro o a pie. Pero no me la juego. No seas vago. Camina. Disfruta de tus pies. Disfruta de la vida.

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