Durante la cena, en mitad de la conversación, surgió el tema del nuevo libro electrónico. Lo cual condujo a cada cual a opinar sobre la muerte o la supervivencia del libro de papel. Yo dije que el libro de papel terminará desapareciendo, pero no es algo que me agrade. Lo sustituirá el Kindle o algún modelo similar o más perfecto. Creo que nosotros no lo veremos, pero es el futuro, aunque no sea un futuro que nos entusiasme. Alguien replicó que el libro de papel le gusta a todo el mundo, que puede olerse, que se pueden palpar sus páginas, llevarse a la cama o al servicio, etcétera, y que, por tanto, mientras hubiera defensores (como yo), el libro como tal jamás moriría. Mi respuesta fue que el proceso sería simple: con el tiempo, poco a poco, dejarían de editar libros de papel para sustituirlos por las nuevas tecnologías, y entonces sólo sería posible comprarse las novedades y las reediciones en otros formatos. Es lo que ha ocurrido siempre. Las empresas dejan de fabricar vinilos y no nos queda más remedio que pasarnos al compact; dejan de fabricar cintas de vídeo y tenemos que comprar dvd; dejan de fabricar máquinas de escribir y tenemos que optar por el ordenador. Y en ese plan. Son cambios que nos escandalizan y contra los que nos rebelamos durante un tiempo, pero al final toca claudicar y aceptar lo que viene. Con las redes de

intercambio y la piratería, el compact disc también morirá, y para su fin no falta mucho, me temo. Los cambios no siempre traen beneficios estéticos para el consumidor.

Nuestro anfitrión introdujo una variante en la charla. Dijo que, a pesar de tanta tecnología, de tantas maneras de comunicarse, de tanto mensaje de móvil, chat, messenger, correo electrónico y demás parafernalia, la comunicación se estaba reduciendo. Le pedimos que nos lo explicara, porque no lo entendíamos. Argumentó bien: antaño, por ejemplo, nos escribíamos cartas; cartas de papel, a mano, con su sobre y su sello; la carta había sido sustituida casi por completo por los correos electrónicos, por el e-mail, pero en estos correos no se vertían tantas palabras, ni tanta información, como en las antiguas misivas. Por lo general, dijo, los correos electrónicos son cada vez más breves. Algunos son, incluso, telegramas digitales. Las cartas que solíamos enviarnos entre nosotros, cuando cada uno estudiaba en una ciudad distinta, eran abundantes y los sobres llegaban gruesos y muy nutridos de información y vivencias. Pensé en ello. Era cierto. Ahora existen modos más rápidos y fáciles de comunicarse, pero se han perdido datos por el camino. Hemos perdido cantidad y quizá, con ello, calidad. Debemos reconocer que no es lo mismo una carta manuscrita de cuatro o cinco folios que un e-mail que contenga apenas unas líneas. Tal vez la única ventaja es que, en la actualidad, todos aprendemos a sintetizar, a resumir.

Por mi parte, y esto no es una acusación, acostumbro a escribir unos correos electrónicos largos e incluso llenos de digresiones (de sobra lo saben varios amigos y lectores). Creo que es la deformación que me queda, pero no por el trabajo diario, sino porque hace años mantenía correspondencia con un montón de gente, y mis cartas no eran precisamente breves. Las respuestas que recibo, sin embargo, no son tan extensas, ni mucho menos, salvo en unos pocos y felices casos aislados. Así que ahora intento resumir, casi siempre sin lograrlo. Luego el anfitrión soltó otra verdad: estábamos perdiendo la costumbre de escribir a mano. En los centros de enseñanza se utiliza cada vez más el teclado. Eso hará que, de aquí a unos años, un chaval sólo sea capaz de escribir con un bolígrafo su nombre y poco más.

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