El tiempo anda blando, metido en medio, ideal para amagar, para amenazar sin matar. También para embutir un poco de todo: malos pensamientos, chorizos, lo que sea. El sol ha dejado ya la estela de membrillo sobre el Trópico de Capricornio y busca el rebufo de la elipsis que pasa por la primavera. Este calorcillo sin ser mira ya a San Sebastián, cuando empieza a empinarse el camino y el sudor unta el poro de sudor inconsecuente.

Es momento de tránsito, de cambio mortecino, de amputar aquello que sobra. Andamos todos acezantes con las tijeras afiladas por el granito y el acero granulado. Unos que si pulgar y vara (yo me quedo a doble pulgar), otros que si lo que sobra es todo lo que busca el centro, el caso es dejar la cepa bonita, abierta, con pilares (no los del Follet, que son pétreos y están forrados de euros), que respire sin ahogarse.

El verderón suave, inquieto y nervioso viene a verme. Como todas las mañanas, aquí está, como si quisiera apurar la altura de las vides condenadas a muerte. Su trino es elegante, pero quedo. Es tierno, apenas audible. Le cuesta hacerse notar entre el graznido estridente de las chovas. Cuando yo rapo la cepa y la pongo pinturera, vertical, y paso a otra, él se posa encima para dar el visto bueno al trabajo. Si no le gusta, brinca nervioso entre la corteza enroscada, pía más fuerte y se va. Si aprueba el corte, me mira y entona canciones casi celestiales: Está bien, me dice engolando su trino.

Me acompaña varias horas, ya sé por qué lo hace, el muy pájaro. Cuando yo acabo de podar la cepa, hinco la bota alrededor del plantón para no dejar una vide sin cortar. En ese movimiento insignificante hago sangre en la tierra y sin quererlo seguramente descubro pequeñas lombrices, exquisiteces para el verderón que llena la barriga en un santiamén.

El de la poda es, sin duda, un trabajo con moralina. Ya lo decían antaño los mayores: hay que cortar lo que sobra; las plantas, como las personas, necesitan ser reconducidas, si se controlan y se dirigen con ronzal dan un mayor rendimiento. No me atrevo a juzgar lo que pasa con las personas, pero con las vides así ocurre, doy fe.

Es, además, un trabajo de dioses. Armados con tijeras mecánicas o neumáticas los podadores dan forma a la planta. Quitan lo que sobra, incentivan su crecimiento para buscar su lado bueno, el que más luce, el que más produce.

También es un arte que no se aprende en ninguna escuela. Oficio que navega entre padres e hijos, tiene unas reglas tan variadas como extrañas. El primer podador, dicen, fue un burro, que comió los tallos altos de una cepa. Al año siguiente el viticultor obtuvo un mayor rendimiento. Desde entonces, así se hace todos los años en tiempos de invierno. Desde noviembre -y antes- se puede realizar esta tarea, casi quirúrgica y minuciosa como pocas.

En Toro, en estos días, se ven rosarios de podadores diseminados entre los sarmientos. Cada uno tiene sus leyes. Y sus trucos. Hay empresas especializadas que hacen la tarea de forma industrial. Pero también existe el podador solitario, el que sueña la tierra prometida entre vid y vid, acompañado del verderón que cuenta cuentos y sueña lombrices como chorizos.

También este oficio se ha humanizado y la recogida de vides -tarea ingrata como pocas- se hace en muchos sitios de forma mecánica. Se trituran los sarmientos o se arrastran con vehículos hasta las lindes donde después se queman -lástima que sigan sin aprovecharse para producir energía-Pero ahí siguen los románticos que hacen la labor a mano. Gracias a Valentina, Alba, Rodrigo y Palmira por el esfuerzo. Y al verderón por ser como es.