Lope de Vega entendía de mujeres y acaso experimentó que nadie, ni siquiera los pajarillos, se resiste a su treta más eficaz: el llanto; "que tanto puede una mujer que llora", ponderó en bello soneto. Hillary Clinton ha descubierto la fuerza del sollozo como arma electoral;

ni las dádivas ni las lágrimas convencen al lector; "trahunt", lo arrastran. Se había presentado a las primarias demócratas con su aire desafiante de triunfadora, supersabia, elegantona, segura de sí misma, vanidosilla. ¡Oh!, manes del amador Arcipreste de Hita. "¡Ay! ¡qué fermosa viene doña Endrina por la plaza!... que color, que buenandanza?". Pero le ganó en el primer asalto su contrincante Barack Obama, descalificado por el ex presidente Clinton como protagonista del "mayor cuento de hadas"; en esta tierra de garbanzos, Emilio Romero atribuyó en broma la sorprendente emergencia de Adolfo Suárez a un milagro de Santa Teresa, y marró su pronóstico. Se dolió Hillary de su primera derrota que le avisó de que no era invencible. El asalto en New Hampshire podría convertirla en la primera mujer ganadora de unas elecciones primarias o cortar su cartera a la Casa Blanca. Acertó al cambiar el estilo triunfalista de elegida de lo alto, por otro más sencillo y comunicativo. Tal vez aterrada por la amenaza de fracaso, lloró en un acto electoral celebrado en la cafetería de una pequeña localidad. Tanto se emocionó al exhibir con espontánea sinceridad su estado de ánimo que terminó haciendo pucheros, como suele decirse.

Bien conocía el paño Lope de Vega: "que tanto puede una mujer que llora". Echando por tierra muchos pronósticos, ganó la candidata llorona. Aseguran los ¿expertos? que le dieron la victoria las mujeres; las que se sentían humilladas por el gesto triunfal de la desafiante candidata fueron ganadas por su llanto humilde y sincero. Sin embargo, no debe fiarse Hillary en todo caso, del llanto como arma electoral; el elector que en unas primarias vota por compasión a una candidata llorosa, podría juzgar peligroso conferir el mando del imperio yanqui a quien se muestre reblandecido por el don de lágrimas.

El resultado de las primarias de New Hampshire no ha dejado en buen lugar a las encuestas que, la verdad sea dicha, no gozan del mayor crédito posible. El fracaso de los pronosticadores es más evidente y descalificador en cuanto que actuaban sobre una consulta electoral inmediata a la vuelta de la esquina. Este fallo estrepitoso, sin disculpa medianamente justificable, pone en duda las facultades de ciertos profesionales que se consideran expertos en la lectura e interpretación de los signos. Algunas encuestas aciertan; pero únicamente los votos contados expresan sin dudas la verdad democrática. Es cierto que las empresas dedicadas al difícil arte de averiguar opiniones se valen de progresos científicos, absolutamente válidos; pero no es menos cierto que existen también servidumbres y se utilizan artificios que a veces hacen sospechosos los resultados de la investigación.

Así las cosas vale concluir que raramente las encuestas son intencionadamente engañosas, pero hay que confiar solamente en las que gocen de credibilidad suficientemente acreditada. Hoy los sedicentes peritos en la preparación, realización y tratamiento de las encuestas ven sus trabajos sujetos a la crítica de otros profesionales que se han especializado en la interpretación de los datos revelados en las consultas. Sería conveniente saber quién encargó el trabajo indagatorio y para qué. Algunos se preguntan suspicaces por la verdadera intencionalidad de las preguntas; es sabido que en muchos casos de la habilidad en el planteamiento de las preguntas depende el sentido de las respuestas. Hace unos días el Emérito nos hacía ver la incongruencia que supone el establecimiento de comparaciones ilógicas. La comparación ha de hacerse contraponiendo términos positivos; no es el caso cuando se pregunta quién gestionaría mejor la política internacional, Rajoy o Zapatero. No son las mismas sus circunstancias: el socialista cuenta con una experiencia; positiva negativa o neutra, según digan los opinantes; el pepero no puede presentar en este caso una ejecutoria. Esta es la cuestión: ¿Qué es más fiable, la experiencia discutible o la inexperiencia abierta a las posibilidades de aciertos y errores? No vale decir que es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. El mal y el bien, conocidos o no, son lo que son.