Anoche sentí el aroma de los cigarrillos regios. Ahí están los Reyes Magos, me dije, bebiéndose el anís del Mono y fumándose el último Marllboro. Sin embargo, esta mañana he comprobado que no había ningún presente sobre mis zapatos de cristal. Y no me extraña, pues en la carta que les escribí no supe expresar mis deseos con cierta coherencia. Reconozco, por ejemplo, que no fueron demasiado claras mis pretensiones acerca de Carla Bruni, más que nada por el hijo que tiene como apéndice inguinal y el saco terrero de su madre, porque para suegra la mía, naturalmente, que me acaba de mandar un "frite de rabos" de chuparse los dedos del alma.

En realidad, sobre este asunto de los deseos, lo más inteligente es leer el libro de José Antonio Marina, "Las arquitecturas del deseo", sobre todo si uno tiene pendiente la carta a los Reyes Magos. Los deseos, a estas alturas de la Historia no son ya lo que eran, ni resultan tan sencillos de ordenar, ya que todo está demasiado embarullado: los placeres diurnos con los nocturnos, las pasiones desmesuradas con las simples apetencias, en fin, un revoltijo de pulsiones que me tiene los nervios entre un filo de incertidumbres y un tropel de frustraciones.

Por ejemplo, ante el cumpleaños de Juan Carlos I, setenta años tiene ya nuestro rey, no tengo demasiado claro, esa es la verdad, si prefiero que la monarquía se prolongue a perpetuidad, pues me corroen algunos pensamientos que confunden sobremanera al firme monárquico que llevo dentro. El rey Juan Carlos es un magnífico Jefe de Estado, sin embargo siempre he sospechado que prefiere en el poder a los socialistas, sobre todo después de leer detenidamente su discurso de Nochebuena. El ardid de dividir salomónicamente las culpas sobre la falta de "consenso" entre los dos grandes partidos nacionales, PP y PSOE, me parece de una injusticia soberana, nunca mejor dicho. Recuerden que, entre otras neurosis obsesivas que ha padecido el PSOE en esta legislatura, una brilla por encima de todas: el empecinamiento de aislar a los populares en una especie de limbo político creado a tal efecto. Lo siento, pero el rey ha sido tendencioso al respecto, pues sólo el PSOE ha evitado cualquier tipo de acuerdo con la oposición, exigiéndole además una inquebrantable adhesión a su errónea política antiterrorista, sin hablar naturalmente de la humillante política exterior de Moratinos.

Sin embargo, amigos míos, aunque me asalten dudas sobre mi monarquismo, voy a renovar sin condiciones mis votos católicos, apostólicos y romanos. Qué alegría de ver a esos cardenales y obispos, con sus oropeles al viento y sus vapores afinados de incienso, asaeteando a la Gorgona socialista, al dragón hereje de Pepiño y su zumbido obstinado de abejorro capón. Pero me alegro, sobre todo, por el cabreo monumental que ha provocado en los socialistas y sus turiferarios el hecho de que la Iglesia pueda convocar, como el que no quiere la cosa, a dos millones de ciudadanos dispuestos a la protesta y a un virtuoso pataleo de sacristía. A la izquierda, en realidad, siempre le han molestado las manifestaciones democráticas de sus adversarios, piensa que sólo ella es dueña de la calle e, incluso, de toda la iracundia social de este mundo. Tal vez porque quiera ocultar que ahora es ella el poder establecido, el pensamiento único, lo políticamente correcto y la dueña absoluta de todos los cuarteles de invierno que en la Historia han sido. Por fin, tal como la Revolución profetizaba, se ponen de moda los cortinones de terciopelo rojo en las casas solariegas de los nuevos zares. No obstante, ¿qué ocurriría si el PSOE perdiera estas elecciones por culpa de unas jaculatorias, un par de rosarios y un novenario a San Expedito? ¿De qué serían capaces esta vez? Permaneceremos a la escucha.