Aquel año los Reyes Magos se equivocaron de estrella y extraviaron su camino en las arenas de un desierto de brezo y altramuces. El fulgor del astro luminoso omnipresente era diferente al de otras ocasiones: dibujaba un tono intermitente que circulaba entre el rosa palo y el verde semáforo. El caso es que el brillo extraño confundió a los astrónomos y a su séquito de porteadores de bultos y enseres y acabaron todos ellos en medio del tumulto de pisadas ligeras y sinfonía ruidosa de cláxones en la avenida central de una ciudad de hormigón oscuro como de betún de Judea y árboles ralos de los que colgaban racimos de luciérnagas. La enorme estrella que les había guiado hasta aquel lugar de niebla ácida que hacía estornudar a los camellos gobernaba, majestuosa, la fachada de un casino. Y los Magos, perplejos, se jugaron los presentes de la Natividad al bacarrá, como los romanos se jugarían años después a los dados la túnica de Cristo.