No sé si el Duero vendrá o no vendrá loco, como en la novela de Segismundo Luengo, pero tengo ante mí la lámina publicada en este mismo periódico, una acuarela del Puente de Piedra; en primer término, unas espadañas y un caserío, a lo lejos, en medio, el río y un árbol en uno de los laterales, cuyas ramas protegen la escena, y lo que se ve, figura a través de un ojo del puente. Todos los zamoranos llevamos esa imagen en la memoria y cada uno podría decir de ella "et nunc manet in me". Escribo sobre este tópico, inevitable en Zamora. Desde esa lámina se ven la presencia y la lejanía del río y se ve lo que no se ve. El río se repite; siempre es el mismo y siempre, otro. Con el río hemos comenzado a soñar y acompañados, acaso, de una mujer, hemos viajado, en su contemplación, a ese lugar irreal de los sueños que casi siempre está habitado por deseos incumplidos.

El Duero es el espejo de Zamora. Quien creo que lo vio primero fue un redactor de "El Correo", Mostajo. Fue él quien inventó la postal clásica con la cúpula bizantina de su torre catedralicia, y yo escribí entonces eso de "como la inicial del Sanctus en un misal sobre el agua". Esa estampa es símbolo de la tradición simétrica de los octosílabos del Romancero, de la alineación solitaria de las aceñas y de los desgarros de las desdentadas murallas.

Yo he creído ver tras los ojos del puente las cuencas desfondadas de los ahogados, la sonrisa bautismal del monaguillo de la Horta, que vivía junto a mi casa en Balborraz y al que todavía no le había llegado la hora de confundir el Amen Amen con Amor, Amor. En aquella casa guardaba mi vara de cofrade del Resucitado en la que, cuando iba a la procesión, florecía la primavera.

Mirando la lámina yo he visto atardecer en el espejo del Duero luces procesionales de la liturgia y animales fantásticos en los capiteles de San Claudio que vieron, más de una noche de Miércoles Santo, descolgar a Ricardo Pintas de la cruz el cadáver de Cristo, como si fuese nuestro Juan de Arimatea.

En realidad, toda la expresividad semántica de Zamora se oye en el murmullo del río como contrapeso del silencio monótono de algunos barrios, espeso y, a veces, increíble. Las lacras del cuerpo físico de la ciudad se las lleva la corriente del río, pero sus márgenes fueron oscuros objetos de deseo en nuestros sofocos juveniles, divagando por ellas, y buscando lo que sólo existe cuando se piensa en partir pero no en llegar.

El río, como el hombre, tiene dos orillas; la una es la de la realidad; la otra, la del deseo. La realidad son el ambiente rutinario oficinesco, la pequeña industria y el pequeño comercio, los encuentros y los desencuentros por Santa Clara, la vida y la muerte cuotidianas y, del otro lado, en la otra orilla, las promesas y los sueños que son el envés de la misma realidad. El Puente de Piedra es el eje en torno al que gira la vida de Zamora, un paso entre la resurrección en la Horta y los cipreses de San Atilano y, entre una y otros, una conciencia de futuro creada a partir de una tradición y de una identidad local, esa costumbre.

A veces creo que Zamora se ha parado en uno de los lados del puente, pero yo tengo un cuadro en el que se ve a un labriego, arrebujado en su capa, caminando sobre la nieve, ir al mercado por la plaza de Santa Lucía y ayudándole al burro a llevar su mercancía. La unidad no existe sin el diálogo que es un puente entre dos orillas, la de la tradición y la de la modernidad. "Pasé el puente, -dice Claudio Rodríguez en uno de sus poemas- y atrás lo dejé todo". Pero en vano. El lo sabía.

A la hora de diseñar el nuevo puente de Zamora sobre el río habrá que pensar en el Puente de Piedra.