Eran otros tiempos. Tiempos en los que aún no existía el dos por uno ni éramos aún niños constitucionalistas. Tiempos en los que los carnavales eran atrevimiento y venganza. El país tal vez era el mismo: un lugar donde se esconden máscaras y pendejos. Un país lleno de sinuosidades que resbalan, como hoy, por el tobogán de la mentira y la apariencia en juego permanente de intereses partidistas.

Máscaras: uniformes de ocasión para disimular apariencias de conveniencia. Ya se sabe que uno es distinto cuando las máscaras te ciegan la apariencia. Ellas crean imágenes y personalidades que nunca suelen ser verdad. Magia del destino que aprisiona. Máscaras y caretas son lugares lujuriosos entre los que se esconden realidades que buscan formas en el aire carnavalero. Con demasiada frecuencia la máscara es la verdad. La vida es transformación y travestismo; apariencia que confunde; sombras de uno mismo que se han acostumbrado ya al escándalo. Máscaras que suplantan personalidades. Forasteros que se empeñan en vivir entre la incertidumbre que crece a la orilla de las mentiras. Pendejos y pellejos que van y vienen refugiados en una misma máscara con la intención de contemplarse cada día mucho menos estúpidos. Máscaras para héroes de cartón y leyenda. Artilugios que esconden miedos cuando el silencio canta. Ellas, las máscaras, son las que te permiten reírte de la vida antes de que ella se ría de ti y de su inevitable fin.

Sólo el hombre pone máscaras para disimular que vive; para aparentar amaneceres y arcoiris. Máscaras, caretas, farrapos, pendejos, pellejos,? nacieron unidos al hombre junto a ritos, mitos y demonios. Excusa para la tradición y el bullicio; para ripios, murgas y charangas que se esfuerzan en pintar lo que es el hombre sin tapujos.

El carnaval no es nada más que un gesto a la libertad. Un gesto que rompe todas las diferencias sociales para convertir a todos por unos días en pueblo.

Fiesta de la imaginación y los sentidos.

Antruejos viejos de pueblo. Años en los que las famosas pinturas "Alpine" eran auténtico tesoro para pintar máscaras. Años en los que el antroilo era sólo farrapos, pellejos, cernada, salvados y corchos chamuscados para tiznar las caras. Años de venganza, resentimientos y rencillas. Años de vagos y maleantes perseguidos o condenados por atreverse a vestir de mujer o jugar a las muñecas. Años en los que un hombre de pueblo, un hombre de Castilla, de Lumbrales, se atreviera, siendo hombre, a vestirse de mujer sin que fuera antruejo. Sí, me refiero a aquel hombre que descubrí hace ya algunos años en la Barcelona de Noche. Aquel hombre que hoy sería, y supongo que es, un mito para travestidos y máscaras. Madame Arthur, "La Tía Tula", Modesto de La Alambra, o simplemente, Modesto Mangas, un hombre ya desaparecido que merece toda mi admiración por su atrevimiento y haber descubierto que la vida es un antruejo permanente. Un hombre obligado a vivir disfrazado durante toda su vida, y al que la historia le debe un espacio destacado como bien lo hizo saber el notable Paco Rabal poco antes de morir y al que siempre quiso inmortalizar en el cine. ¿Alguien se atreve? Modesto Mangas inventó el antruejo. Seguro.