La nieve ejerce un poder terapéutico sobre la memoria. Su caída constante arrastra tras de sí, como un paño blanco y húmedo, las telarañas del alma, capaz de abrir, como una mágica ganzúa silenciosa, el candado del baúl donde sepultamos bajo siete llaves viejos e innumerables recuerdos. Me asomo a la ventana, veo caer la nieve, cierro los ojos y me veo niño, saliendo del grupo escolar de mis seis años, siguiendo los pasos marcados por las botas de goma de mi abuelo, hundiendo mis piernas en la nieve hasta las rodillas. Y veo a mi padre echando paladas de nieve a destajo para fabricar el primer muñeco, con sombrero mejicano y una patata a la altura de la nariz. Veo las nevadas de Asturias, inmensas, y me veo en otra tarde melancólica, desde el mirador del piso alquilado, contemplando cómo la nieve hace crecer en altura los riscos mochos de la sierra del Aramo. Cae la nieve y yo sigo

en la ventana, hipnotizado por los recuerdos.