La paella me pilló en Madrid, en el uno de la calle Covarrubias. Trabajaba en las revistas Sábado Gráfico y el periódico El Caso. En una me había ganado el derecho a pasarme la vida en los juzgados por denuncias de constructores chorizos. En la otra me había convertido en una especie de drácula insensible a crímenes y asesinatos. Lógico si pensamos que me desvirgué como periodista con la matanza de Atocha.

En mi haber está haberlas pasado putas por denunciar unos tejemanejes de un ministro franquista con una aceitera de Jaén, caso que destapó Sábado Gráfico y que casi nos cuesta el paredón. En mi debe, estando tan cerca como estaba, no haber corrido a las Cortes la tarde del 23 F para ver lo que allí se cocinaba.

Recuerdo que aquella tarde alguien gritó el asunto mientras cortaba teletipos que distribuía en las mesas de redactores, Margarita Landi incluida. Un militar había tomado el Congreso. Joder, chaval. Se te ponen de corbata. Sábado Gráfico era una revista muy combativa con el franquismo y estaría en el punto de mira de los militarotes.

Yo, que nunca me destaqué por mi valor y hubiera hecho un buen cobarde vivo, me dije, hay que largarse a toda pastilla. Tenía entonces un ochocientos cincuenta marrón y una preciosa jovencita por la que me bebía los vientos. El uno, casi deportivo porque le había puesto una bola en la palanca de cambios con un caballito de mar que le confería un aspecto de Ferrari, podría aguantar bien el tirón hasta Sanabria. La otra sabría esperar. Estuvimos en la redacción hasta altas horas. A eso de las doce de la noche, le dije a mi sueño rubio, oye guapa, voy a coger a mis hermanas y me marcho al pueblo, ya volveré. Ella me miró y la decepción de sus ojos me lo dijeron todo. Me dio un beso frío y se fue con su tía, administradora general de la empresa, a dormir a su casa. Años después me confesaría que pensó que era un cobarde cabrón por olvidarla en aquel trance.

No fue del todo cierto que fuera un cobarde cabrón. Recogí a mis hermanas, echamos gasolina en la glorieta de Iglesia y nos tiramos camino de la Cuesta de las Perdices. El corazón nos latía con fuerza. Maquinábamos mentiras que contar si alguien del golpe nos paraba para conducirnos a las mazmorras no sé por qué. Por cagones tal vez.

El caso es que nada más pasar la Moncloa, el coche comenzó a hacer un ruido extrañísimo. Era como si se estuviera descoyuntando vivo. Por el retrovisor de mi derecha vi cómo comenzaban a salir chispas del suelo. La poca gente que había por las calles nos miraba. A mí me parecía que nos apuntaban con el dedo como diciendo, mira, esos tres son del golpe.

Detuve el ingenio y nos bajamos. Un embellecedor de aluminio se había despegado del lateral e iba arrastrándose por el asfalto con la sana intención de llamar la atención. Enseguida pensé que era una señal del cielo. No podía continuar. Se lo dije a mis hermanas, Maru, Geli, hay que volver a casa y esperar. Reconozco que en aquellos momentos mi tentación rubia tiraba más que nada en el mundo.

Cuando llegamos a casa, en el catorce de Raimundo Lulio, pleno corazón de Chamberí, llamé a mi amiga, que no me voy cariño, mañana te veo. Creí sentir alguna emoción en su voz. No sé si aquel muchacho atrevidillo que había crecido entre la sangre de El Caso y el dolor político de Sábado Gráfico le aportaba alguna seguridad.

Había entonces un bar de unos hermanos de Santiago de la Requejada, creo, debajo de nuestra casa. Estaba cerrado pero había luz. Llamamos a la puerta. No se movió una mosca. Insistimos. Al final abrieron con cierto recelo y nos colamos. Tomamos unas copas con la oreja metida en la radio y a eso de las cinco tornamos a la cama. No teníamos calefacción, pero habíamos dejado encendido un brasero eléctrico que era nuestra vida en el invierno. Me metí en la cama vestido con la tele enchufada. No recuerdo bien qué emitía. Tal vez el discurso del Rey. Recuerdo sólo que, entre sueños, me incorporé, cogí el rabo de la escoba que utilizaba como mando a distancia para no tener que levantarme y morir de frío y presioné la tecla de apagado. Acto seguido me quedé dormido.