No suelo quejarme de mi situación ni hago proyectos en función de evitar lo peor de mi destino. Tomo las cosas según vienen, sin darle la mayor importancia, con una especie de serena resignación, de modo que cada vez que algo me sale bien, encajo mi suerte sin hacerme ilusiones, persuadido de que la felicidad es una cosa que le ocurre a cualquiera, incluso sin proponérselo, como te pueden ocurrir un catarro, un accidente de coche o una frase ingeniosa que ni siquiera parece tuya. Hay hombres que se marcan un objetivo y actúan escrupulosamente en función de alcanzarlo. No podría ser como ellos, pero a veces siento envidia por esa matemática capacidad de organización. A muchos columnistas se les ve la intención en la primera línea y todo el artículo transcurre de una manera coherente, equilibrada, sin sobresaltos, sin altibajos, como si escribiesen sobre raíles con un cartabón y una escuadra, cada palabra en su preciso lugar y esa exquisita fluidez que suele desembocar en una conclusión irrebatible, en una moraleja impepinable o en el redoble de una sentencia que parece redactada con un martillo sobre la piel tirante de un tambor, dejando en el lector la sensación de haber percibido una idea matemáticamente hilvanada con arreglo a un patrón que lo mismo sirve para elaborar un magnífico artículo, que para ganchillar un jersey. Obviamente, es algo que no va conmigo, que nunca conozco de antemano el propósito de mi escritura y mucho menos, su desenlace. A lo mejor es que uno escribe con arreglo a su manera de vivir, lo que en mi caso explicaría el frecuente carácter imprevisible de mis textos, que pueden empezar por el cuello de un jersey y acabar por las molduras de un féretro. Es algo que nunca pude remediar. Es cierto que no me hace inmensamente feliz esa actitud vacilante, pero tampoco es que me preocupe mucho. A una mala planificación se debe que Colón descubriese América, de modo que también el desorden y la improvisación tienen sus ventajas. El caso es que suelo salir de noche con el firme propósito de volver pronto a casa y con la perversa esperanza de no lograrlo. Ya sé que no es algo que esté socialmente bien visto, pero personalmente me siento bastante satisfecho de los resultados obtenidos hasta la fecha, aunque acabe en Portugal cada vez que intento visitar Francia. La geografía es algo sólido y tenaz cuya organización no está en mis manos, con lo cual tengo legítimo derecho a preguntarme qué culpa tengo yo de que no hayan erigido en Cuenca la catedral de Burgos o de que en Viana do Castelo el francés lo hablen en otro idioma. Algo tendrá que ver en todo esto mi viejo interés por los aspectos menos simbólicos y turísticos de los viajes. De mis infantiles viajes ferroviarios entre Compostela y Vilagarcía de Arousa, conservo intacta la imagen de aquel irrepetible paisaje verdiaguado, pero lo que de verdad me impresionaba era la oscuridad de los túneles y la visión de los viajeros ensimismados con aquella luz que amainaba en sus ojos como una barnizada mezcla de resignación y desgana, pasmados, circunflejos y abnegados, como si el tren fuese a descarrilar graznando en los renglones sombríos de Allan Poe, aquel tipo sin salida que una madrugada en Baltimore se puso la ropa de otro hombre para no soñar en el mismo cadáver en el que solía acostarse.

Bien, entre unas cosas y otras hemos llegado al final de la columna de hoy. Como tantas veces, se desarrolla con cierto controlado desorden. El resultado no es algo que me haya propuesto. Ya dije que no me marco objetivos. La vida nos ofrece una interesante mezcla de esperanza y desencanto. Conviene tomarla como venga y encontrarle la belleza a lo atroz, como se la encontramos de madrugada al silencioso beso sin texto y sin saliva de aquella muchacha hasta cuyos ojos subía, como una gárgara de helio, la inalámbrica luz de la traqueotomía...